Vuelvo a estar frente a esas puertas, incluso el vidrio que rompí o mejor dicho su reemplazo sigue allí. El problema es que encuentro una pared en donde antes había una entrada, por suerte siempre hay una puerta lateral.
Suerte de panóptico éste, de la biblioteca a la administración para ver quién pasa y enfrente la dirección. Todo el pasillo está a oscuras, del salón de cuarto año surge un sonido; un estudiante solitario golpea con sus manos el pupitre.
A mi izquierda escuchó sonar una canción, los de quinto se despiden de ese lugar y entonan:
“Llega el cardumen de Ezequiel,
llegó el cardumen.
Vengan todos y pongan la oreja
que llega el cardumen del loco Ezequiel.”
A la derecha se abre el gimnasio, ahí es donde los uniformes homogeneízan tanta diversidad. Aún la corbata me ha dejado la marca de tanto nudo improvisado.
Detrás yace la cocina, solo falta que Omar salga y nos pegué el grito sorprendiéndonos en plena fuga. La vieja tapa de madera que recubre la bomba de agua emite una vibración, mientras me introduzco en el pasillo que conduce a la sala de informática.
Carmen está presente, revoloteando entre viejos discos de cinco un cuarto y monitores de fósforo. Alguien ha cerrado la Madre y todos los trabajos de la red se han perdido, los insultos cubren el aire.
Un paso hacia afuera, el aire de la fría mañana invernal me llena los pulmones mientras me dirijo al patio trasero pasando junto a las escaleras y el viejo kiosco.
El círculo de piedra aguarda en el centro a que contemplé un paisaje que ya no conozco.
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