¡En la esquina roja una isla en medio de tanta cultura ágrafa, extendiendo sus letras como venas púrpuras sobre el papel impoluto y al lado de su tintero la pluma envuelta en vendas!
El frío viento recorriendo mi cara, y los recuerdos mi mente. Sentada, analizo la distopía que estoy viviendo. Toco el gélido y tieso suelo, me hago una con el pesar. Las hojas se mueven, las olas del mar rompen en la orilla y las lágrimas se estrellan en mis mejillas. Quiero regresar a casa pero no sé cómo, ya no tengo un hogar.
La
mente viaja a lugares a los que uno no va muy seguido, las paredes ajadas han
recuperado parte de la pintura que las recubría antaño y con ello el brillo.
Vuelta a correr hasta que caiga el sol, entonces la voz sonará llamando a que
regresemos al sitio que ya no existe para encontrarnos con una cara más joven
sonriendo.
Seguir nuestro instinto es la clave para llegar a ese
lugar inexistente, dejarse llevar por los impulsos y las ideas descabelladas. Y
tal vez, la razón por la que no existe aún tal lugar es porque somos nosotros
quienes tenemos la tarea de crearlo. Dejar volar nuestra mente y emergernos en
una fantasía, seguir la voz de nuestro subconsciente. Pero ¿realmente será
correcto alejarnos de tal forma de la realidad?
Muchas
veces las letras reflejan lo que ha sido deseado, en ocasiones alcanzado y en
tantas otras no se llegó a ese puerto, sin embargo esto no quita para nada las
huellas del camino recorrido que va siempre en una única dirección pese a
hallarnos más de una vez pensado en cómo sería sido si en lugar de frustrarnos
en medio de las estaciones transitadas hubiéramos disfrutado del único e
irrepetible momento.
La culpa muchas veces nos carcome, nos decepcionamos
de nosotros mismos por no animarnos lo suficiente. Y nos autoconvencemos de que
al menos lo intentamos, pero no basta. La imposibilidad de hacer algo y la
autoexigencia no son buena mezcla, pero sí logran causar algo en nosotros:
angustia. Nos da vueltas y vueltas en la cabeza el qué podría haber pasado, y
poco a poco la decepción por uno mismo se agranda. Como si ya nada fuera
suficiente, ¿será que el hombre es esclavo de sus (no) acciones?
La
falta de acción instala la culpa pero el fracaso al intentarlo nuevamente puede
implicar un peso extra, sin embargo uno aprende, en la medida que las
situaciones se presentan, a desarmar el ovillo que encierra un nuevo desafío y
si el resultado no es el querido lo único que queda es volverlo a intentar
descartando los errores cometidos. Esto implica razonar sobre lo aprendido, lo
cual podría ser confundido con una inacción pero simplemente dar el primer paso
requiere de determinación y esta no siempre es inmediata.
El hecho de tomar una decisión a veces nos asusta,
tratamos de evitarlo porque tenemos miedo de no haber elegido correctamente, de
que se nos escape un mejor futuro. Por eso es que nos entristecemos, nos
sumergimos en el qué habría pasado y no nos concentramos en el qué sucederá.
Perdemos las riendas de nuestro presente, por limitarnos a pensar en el pasado,
pareciera que nosotros mismos nos atamos una piedra en el cuello para no poder
avanzar, nos limitamos; todo eso por querer elegir lo mejor, cuando en realidad
deberíamos entender que ningún camino nos asegura el éxito, es labor de
nosotros mismos lograrlo (o fracasar en el intento).
A la larga viene la necesidad de tomar el riesgo, de empezar a recorrer el camino nuevo que se va marcando como una legión de un solo miembro marchando en tanto con el asta golpea para fijar los adoquines. Es inevitable que la maleza surja en caso de querer regresar por la senda recorrida, pero enseguida se irá apartando esa especie de manto verde que emula a la niebla que recubre nuestra memoria. Las sensaciones son las que quedan tras haber visitado otra vez aquellos lares que vuelven a estar sumidos en el silencio en cuanto nos alejamos, aguarda entonces la ruta a que la tracemos en base a aciertos y errores que nos pondrán en un lugar determinado mucho más adelante. Al fracaso cual yuyo se lo quita avanzando otra vez.
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