Siempre soñé con portar una armadura y
esgrimir una espada para proteger a los más débiles, entre ellos mis amigos y
las personas de mi pueblo.
Así que me sentí impotente cuando las
llamas y la destrucción asolaron nuestra tierra. Fuimos víctimas de los verdugos
de un señor despiadado, las calles se tornaron de un color carmesí entre la
violencia y el saqueo.
Recuerdo ver a un sacerdote entre los
atacantes, el que observó impávido aquel espectáculo. Parecía que la herejía
era acorde a la conveniencia y al peso de las monedas de oro.
Los nuestros sólo eran humildes labriegos,
sus manos cultivaban la tierra que daba más vida que una espada.
Ahora sólo había dolor por todos lados, me
negué a llorar al calor de las llamas y las sombras de los cuerpos colgados.
Me negué a derramar una sola gota que
apagara un poco aquel fuego, esperando a que el alba llegara.
Entonces, a través de la bruma de la
mañana un solitario jinete vino a mí.
Así empezó mi peregrinaje hacia una tierra
desconocida.
Así me volví un caballero, cuyo escudo era
un mar de llamas.
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