Era lunes, uno de esos días lunes en los que uno se lamenta en que el fin de semana sea tan corto. El remisero lo dejó frente a la plaza de la ciudad balnearia, aunque en ese momento era pleno invierno y no había ni un solo turista.
No era la primera vez que lo regañaban por no utilizar dinero electrónico pero el hacía caso omiso de todas esas imposiciones consumistas y tecnológicas, ya estaba demasiado acostumbrado a otra clase de cosas para dejar que alguien le impusiera su voluntad como si fuera una urna vacía a la que se le podían meter lo que a los mercados se les antojara y luego quitárselo ante un nuevo producto.
Necesitaba una nueva versión de su viejo diccionario, recordaba que al haber iniciado la secundaria papá y mamá le habían regalado uno de tapa dura. Después de eso vino la máquina de escribir eléctrica, la computadora y ahí se quedó.
Incluso el viejo equipo portátil con él que le gustaba escribir, el blog que tenía era una de las pocas cosas que aún admitía, ya se encontraba un tanto vetusto.
Para colmo la chica de la librería, que tenía la edad de los hijos de su sobrino, parecía querer evitarlo para no tener que soportar sus inquisidores preguntas sobre las diferentes obras que buscaba. El papel era una cosa rara, tanto que los ambientalistas había bogado para lograr su reciclado y ahora con los lectores de documentos se generaba más basura que antes.
Era uno de los pocos que apreciaba el olor de un libro nuevo, él cual no requería corriente eléctrica ni conexión a internet. Un encuentro a solas con la imaginación, una buena oportunidad de nutrir el lenguaje al buscar términos que desconocía, nada de agendas portátiles o esos teléfonos de última generación que traían de todo (menos valores), simplemente tomar nota y a consultar un diccionario.
Para eso buscaba una edición nueva, aunque la pelirroja (estaba teñida) pusiera cara de “otra vez usted”, “se me rompió una uña” y “me borraron del muro de una de esas cosas llamadas redes sociales”. La gente vivía obsesionada con lo qué hacían los demás, pero eran incapaces de acercarse a hablar un rato, una forma extraña de contacto.
La chica le empaquetó el diccionario, recibió el dinero que para colmo no se podía descontar de una tarjeta o por un mensaje de texto, éste tipo era realmente un dinosaurio.
El anciano cruzó la plaza dirigiéndose hacia la costa, era un día lluvioso pero no le importaba. Seguro encontraría a su viejo amigo el mar con esa incesante canción que nadie escuchaba.
Después de ese paseo una copa, un lugar al lado de la chimenea, la vieja pipa y que las horas pasaran mientras él se sumergía en la historia que lo aguardaba en casa.
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