Es viernes, cerca de las veinte horas y se apresta a ingresar en el instituto. Incluso el color de las paredes que le recuerda a un buen vino parece desdibujado por la niebla.
Al ingresar se quita el sudor de la frente, piensa acaso que está por enfermarse. Pero luego de esta clase, sólo a un loco se le ocurriría pedir ese horario, podrá irse a beber algo y a dormir junto a la chimenea.
El edificio luce desolado, ni siquiera las auxiliares están a la vista. Mucho menos los directivos, no ha cruzado a ninguno de los estudiantes pero eso no le parece raro. Tal vez simplemente no haya nadie.
Al final del corredor se encuentra con el aula nueva, contigua al taller de diseño y se decide a echarle un vistazo. La luz se niega a encender, qué maravilla, aun así puede ver algo en medio del claustro.
Un leve resplandor emerge del escritorio que los albañiles han corrido durante la remodelación, al acercarse las luces se encienden y él observa algo que lo deja petrificado.
De pronto ha vuelto a tener seis años, se encuentra recibiendo una amonestación de parte de una docente cuyo nombre no recuerda.
Luego se ve a sí mismo frente a una mesa evaluadora en la universidad, todos sus miedos saltan a la vista y cuando termina la escena vuelve a verse frente a un curso repitiendo los errores de sus formadores.
Reacciona, se ha ido de bruces al tropezar con un pupitre. El aula se ve normal, decide salir para encontrarse con que todo el mundo parece haber salido de su escondite.
Un desfile de personas cruza por los pasillos, se aleja rumbo a su clase dejando atrás el aula que lleva el nombre del Profesor Diego Flores. Y el número 14.
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