Lo llamaban el ladrón de los sellos, dado que dejaba uno de esos que usan algunos profesionales para estampar su nombre.
Sin embargo no había datos en el mismo, tampoco encontraban otras pistas para dar con el esquivo sujeto.
Así los diarios empezaron a crear conjeturas, la televisión recibía a distintos tipos de analistas y se veían varios disparates.
El sargento de policía se encontraba en su despacho, sus jefes esperaban resultados pronto y él no iba a pagar los platos rotos.
Extrajo el pequeño timbre de uno de los cajones del vetusto escritorio, igual al de la recepción de un hotel, y lo hizo sonar tres veces.
Al instante se materializó ante sus ojos un “detective cósmico”, llevándose uno de los tantos sellos que el criminal había dejado.
En otro instante regresó con una persona esposada, la que en su poder tenía la totalidad de los objetos que sus propietarios reconocieron luego.
Y el sargento recibió los beneficios que le suministraba su ángel guardián.
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