Su cantimplora se había llenado con el rocío de la noche,
su cuerpo acumulaba el calor de los dos soles de ese, su mundo,
para que lo protegiera de las heladas nocturnas que se mostraban
como un reflejo de la otra cara del planeta.
El bosque siempre estaba cerca, pero la lluvia de guijarros
nunca cesaba así que simplemente con sus dos manos se concentraba
en hacerlos añicos, aunque nunca lograba avanzar hacia ese lugar.
Al atardecer estaba demasiado fatigado para poder moverse
remendando sus puños con jirones de su capa, la que curiosamente
al día siguiente estaba intacta.
Y así la historia se repetía no avanzando ni un centímetro
hacia donde se levantaban aquellos álamos, que formaban
la entrada al lugar que para él estaba vedado aunque
se esforzara por volver a su hogar.
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