Comienza a amanecer, Gastón va llevando la manada a pastar allá cerca de los silos.
Las cosechadoras trabajan a lo lejos, un camión celeste carga cereales para un nuevo viaje y el viento del norte levanta la tierra en el viejo camino que se pierde rumbo al mar.
Arría las vacas, también unas cuantas esperanzas y sueños, por el largo sendero rumbo a la vieja vía mientras silba una canción, su compañero de andanzas regresa de entre los matorrales recubierto de abrojos.
A veces es la única presencia fuera del ir y venir del ganado, del sonido del badajo contra el cencerro y de ese coro repetido de mugidos a los que algún tero se une.
Cuando cae la tarde inicia la vuelta al corral, su amigo trota al lado suyo y se aparta bruscamente para indicarle a un ternero que debe mantenerse junto con la manada.
Atrás queda la vieja casa que aún hoy puede verse desde la cinta asfaltada, ahí en donde pasaba las tardes junto a los suyos y desde donde el lobo vigilaba como la vida discurría.
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