La bestia salió de la caverna tras dieciséis años en las sombras y se enojó con todo el mundo, al que culpó de sus desgracias.
Corrió por el campo aplastando las aldeas, ensuciando la ropa lavada, pateando los toneles de cerveza y esparciendo los granos de la reciente cosecha.
Tomó por asalto la torre de la emperatriz, pateó al bufón, a los alfiles, pisoteó los vestidos reales, la reserva de tabaco y dejó congelado al guardián de acuario.
Saltó sobre los diques recién construidos, liberando el curso del río y siguió cuesta arriba hacia la montaña nevada.
Le gritó al viento, al trueno y al relámpago, desató a la nieve contenida en las cimas cubriendo las entradas al valle.
Al comenzar el atardecer se dirigió hacia el lado opuesto, espantando a los lobos y pisando las margaritas.
Entonces se encontró con una niña que vagaba solitaria, armando collares de pétalos blancos. Le gritó al oído, saltó enfrente de ella y aventó cuanto tuvo a su alcance para asustarla.
Pero la pequeña dama siguió con su labor de recoger las flores de esa pradera, así que el gigante se sentó sobre el verde lecho y la observó.
Los pájaros se posaban cerca de ella, los animales del bosque danzaban a su alrededor y sin embargo ella seguía como sí nada. Al final colocó un collar nuevo en torno al cuello de la bestia, su pérdida de la vista y la audición funcionaban como un bálsamo ante los embates de ese mundo difícil.
O es que para el mundo era difícil entender a alguien diferente.
Entonces, ¿quién ama al monstruo?
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