Sobre las colinas que rodean el valle, al pie de las enormes montañas mora un antiguo habitante de esos parajes. A diferencia de sus hermanos no busca tesoros bajo la tierra, sino que cultiva el fruto de la vid mientras cuida a sus rebaños.
Su pequeño tambo produce lo necesario para su subsistencia, incluso para más de un viajero cansado que llega por esos lugares.
El no usa su enorme barba como marca de las batallas, en cada nudo de las trenzas que la adornan lleva la cuenta de la cantidad de vacas, ovejas y cabras que tiene a su cuidado.
Tarea para la que cuenta con la ayuda de un enorme huargo, al que rescató de la furia de los aldeanos que moran allá abajo.
Por eso será que a los humanos del valle no les agrada su presencia, aunque él se ha vuelto parte de las leyendas que el viento atesora.
No posee martillos, escudos o espadas forjadas por Tyr, apenas una pieza de artillería que en la víspera del año nuevo de los enanos (veintiuno de junio) saca para hacer sonar y recordarles a los demás que algunas cosas no son sólo susurros en el viento.
Por la noche entona canciones junto a la fogata, acompañadas del aullido de su inseparable compañero.
Abajo, en el valle, los habitantes miran temerosos el resplandor que se observa sobre las colinas. La única vez que osaron pisar aquel lugar con malas intenciones, recibieron una andanada de parte de ese viejo cañón.
Así se curaron del espanto.
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