Era un viejo local a un costado
del destruido camino, en donde los
viajeros se detenían a saciar
su apetito y quitarse la sed de un trago.
El hombre estaba cansado,
su camión se veía igual que él,
incluso había tenido que enderezar el
paragolpes con una barra luego de que
le diera a algo en la noche.
Acostumbrado a ir de acá para allá
no había echado raíces
y ahora ya entrado en años
disfrutaba de esa soledad,
que él creía era suya de algún modo.
Observó el salón,
todo parecía gris y ya nadie quedaba allí
excepto la mujer joven en la barra,
fregando la mugre que los concurrentes
dejaron a lo largo del día.
Su vestido rojo desentonaba con aquel lugar,
se le acercó en busca de otro trago y ella
repentinamente se dio vuelta
mirándolo con desprecio,
luego la mueca se convirtió en una sonrisa.
Quizá era su día de suerte pensó el
mientras se quitaba el sombrero
y se presentaba.
Ella lo tomó de la mano y lo condujo hacia
un rincón en donde se encontró con la
pintura que hasta entonces había estado oculta.
Lo dejó solo frente al mural,
había varios rostros pintados en él,
caras vacías y ojos negros,
desesperación y susurros en torno a ellos.
Sintió que la mujer lo empujaba,
pero en lugar de dar contra el muro
éste se convirtió en un hoyo negro
que lo devoró mientras gritaba sin emitir sonidos
sintiendo como su cuerpo se petrificaba.
Luego la mujer volvió a sus quehaceres
sonriendo satisfecha, tras haberle apresado
una nueva víctima a la bestia que moraba
al otro lado de ese espejo.
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