Vivía sobre la grupa de un semental negro,
sus cascos atronaban la tierra al compás de los ladridos de Peritas.
No existían la noche ni el día, sólo la batalla infinita.
El mundo parecía detenerse para después rugir como una bestia,
la oleada era sangre y carne.
Luego nos embriagábamos de gloria y victoria.
Otra ciudad, otras batallas.
El tiempo era nuestro y se lo quitábamos a otros.
Tiempo, hijo del viento, ese que ahora no deja que tu nombre se olvide.
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