El sol caía sobre el frente de la casa, haciendo resplandecer el cabello del más pequeño de los tres.
Sus hermanos mayores, gemelos ellos, cuidaban de él como si fuera un juguete de carne y hueso.
Sus progenitores les habían prohibido cruzar más allá de la vieja cerca de madera, que los separaba de la vereda marcada por las raíces de los árboles.
La tarde se iba y con ello llegaba la noche, los tres contemplaban desde la ventana como el pequeño árbol al otro lado de la calle refulgía.
Un día los gemelos se fueron a la escuela dejando al pequeño solo, vigilando desde su atalaya como el árbol seguía allí llamándolo.
Una noche en la que sus padres estaban distraídos abrió la puerta de la casa, cruzó la cerca de madera y puso un pie sobre la vereda.
Vio a las estrellas llamándolo como el faro guía a las embarcaciones y atravesó corriendo la calzada.
Se acercó a la reja de la casa vecina contemplando como una cinta que se había alojado en el árbol ondulaba al viento, reflejando la luz y emitiendo destellos.
Volvió presuroso hacia el hogar y buscó cobijo en su lecho, portador ahora del secreto que los demás habían ignorado.
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