Llueve, una constante en esta época pese a que ya deberían haber llegado los días cálidos seguimos con la ropa del otoño a mano que no es más que la del invierno con ciertas quitas. Para colmo a la perra se le ha dado por empezar a revolcarse en medio del patio que se ha secado con los escasos rayos del sol que lograron cruzar el bloqueo de las nubes, algo semejante a una especie de huelga de las jornadas agradables por falta de cuidado de parte de los moradores de abajo. Excepto las hormigas que siguen con su incansable labor para poder nutrir a la siguiente generación que duerme bajo terrones que se van secando de a poco, por fuera ya es una coraza protectora que se asemeja a una cicatriz sobre el verde patio que empieza a ver la marea verde floreciendo. Algunas mariposas cruzan el cielo que se va despejando, aunque el frío de fondo perdura y estas agitan las alas para quitarse el abrazo gélido de una buena vez mientras surcan en un vuelo raso la inmensidad de la jungla que se levanta debajo. Viendo elevarse los pedazos de esos brazos verdes que apuntan como antenas a lo alto, siendo diezmados por un par de hilos en tonos anaranjados que marcan el peligro al que se enfrentan aquellos seres que anden cerca de esas hélices con las que el otro habitante de dicho lugar pretende detener la crecida esperanzada luego de tanto mal tiempo. Alejados del peligro que esconde la maquinaria del humano las moradoras del hormiguero siguen dibujando galerías, pasajes subterráneos que han de emplear para llegar al corazón del nido vigilando que el tesoro blanco se encuentre a salvo. Por eso las rotaciones en las guardias, la vigía que duerme poco y puede ver la primera gota de la tormenta cayendo cerca de su posición, retrocediendo a buscar refugio entre los muros desde los que añoran los rayos del sol permitiéndoles volver a sus laboriosas tareas.
Abajo hay silencio, la bóveda se ha ido aprovisionando de diferentes tributos extraídos de las plantas cuyas raíces forman el lecho en el que las guerreras descansan aguardando el momento a ser llamadas para la defensa del nido que por ahora sigue a salvo. La familia que vive en lo alto ha iniciado las tareas de salida del fin de semana, unos cuarenta minutos hasta que las cuatro paredes yacen vacías. Apenas el calefactor que ha quedado en piloto, por si acaso regresa el frío, emite un mensaje en código para las atentas incursoras que ahora sí se lanzan en pos de esos granos marrones. El mapa está trazado por las exploradoras que antes de la época diluvial se ocuparon de conocer todos los movimientos de aquellos seres que andan en dos patas persiguiendo objetivos que siempre se les escapan, como al despertar de un sueño en el que la victoria era algo cierto. Encima de la mesa de madera, que en el estío ponen afuera, yace el dorado tesoro pero es necesario cruzar los enormes postigos resecados por el globo anaranjado aunque hay un pasaje secreto por entre las defensas bien levantadas. O eso creen los humanos que le han echado llave a todo excepto a los miedos que aún mantienen consigo luego de haber domado al fuego, si acaso supieran de todo lo que se podría lograr con ese poder en mano de las integrantes del equipo colorado negro. Nada peor que una herramienta útil en manos inexpertas, ignorando las posibilidades de alumbrar todas esas galerías en las que en ocasiones los hilos de la otra cazadora atrapan a cientos de ellas mientras ocupadas intentaban llevan la cosecha reciente a casa. Culminan presas, enloquecidas sabiendo por el aliento de la muerte que la de ocho patas está cerca y se relame con una sonrisa siniestra al iniciar el arrullo dejando a varias cubiertas por un saco tejido a medida que no es sino la tibieza de fenecer que apaga esas antorchas tan atareadas. Pero las que se sacrifican permiten que las otras puedan contemplar el objetivo que se halla brillando en medio de la frescura del hogar, abandonado momentáneamente por los bípedos que ahora contemplan el mar lejano por el que ellas no muestran interés alguno. Todo el universo se concentra en ese punto marcado en el mapa, legiones enteras serán sacrificadas por tomar un grano de aquel obsequio que les ha sido puesto al alcance de sus patas y las antenas envían una señal a la base principal en la que la reina sabe de lo inminente del triunfo. De a poco vaciarán el recipiente, tras haber burlado la seguridad de una tapa mal enroscada que yace a un costado para que las personas se echen la culpa las unas a las otras por el descuido aunque fueron las habilidades milenarias pasadas de hormiga a hormiga las que pudieron dar cuenta de ese dispositivo. Luego toca volver a casa como siempre, por caminos bien asfaltados en los que la selva de la primavera cede y el resto de las criaturas se apartan no sea cosa de ser ellas también llevadas en andas creyendo que es el festejo de la final del mundo. Hasta que han sido introducidas en la colmena sin oportunidad de pegar el grito, igual que la montaña de granos de ese dulce llamado azúcar que ahora contemplan extasiadas brillando en la noche que se vuelve día para beneplácito de cada una de las sobrevivientes que han de retornar a marchar al día siguiente.
El camino está bien marcado pero no se trata de un invento de ellas, han tenido tiempo de analizar las técnicas de otra habitante de la superficie cuyos pasos estremecen a las pequeñas aprendices que se encuentran en la escuela adquiriendo los conocimientos que les permitan extraer los pétalos de las rosas como prueba de iniciación. Aunque muchas de las adultas han fallado en esto al toparse con un enemigo silencioso que tiene el mal hábito de ponerlas a dormir eternamente, pese a los esfuerzos de las jóvenes de intentar despertarlas incluso acelerando la producción del día para generar un incesante bullicio que no quita el sueño infinito. Es entonces que esa corola destrozada volverá a resurgir manteniendo las cazadoras la prudencial distancia a la espera de que el veneno se moje o lo arrastre la lluvia que en ocasiones desciende desde el cielo plateado que conforman las chapas, con un repiqueteo como heraldo que se asemeja a los tambores de la batalla. Un golpe tras otro hasta que el sol haga cesar el aguacero, entonces saldrán en fila a seguir adoquinando esas rutas que a veces el huracán cubre para que los restos de la poda sean quitados por las poderosas pinzas y empleados en reforzar los muros del bastión arenoso. Le han copiado a la diosa negra la idea dado que esta al perseguir teros, caballos y alguna que otra motocicleta ha ido marcando la senda en torno al alambrado del que no se aparta. Incluso ven la actitud dócil de la divinidad cuando el humano le pide que aguarde en ese límite invisible que aparece cuando la enorme puerta de metal se desliza por encima de sus cabezas, ahí verán que en su andar los cascos poderosos han dejado toneladas de barro (al menos en la unidad de medida del enjambre) que podrán ser aprovechadas para darle más consistencia a las paredes del hábitat. Claro está que ninguna de estas medidas sirve contra los gigantes que sin justificativo alguno emplean ciertas formas oscuras como es el grano blanco que ellas agradecen pero que equivale ahí abajo a una detonación nuclear que borra todo rastro de su existencia o la patada a la pasada siendo como una especie de meteoro la cúpula que se desprende ante esa fuerza poderosa. Volando para estamparse contra la columna de la casa en la que los granos de arena aún húmedos se adhieren, aunque la tripulación de esa improvisada nave no tendrá la misma suerte y será velada luego de que la horda iracunda cargue nuevamente con los materiales necesarios. Ya entonces las estudiantes habrán dejado ese rol para convertirse en todas unas expertas acarreando cuanto elemento encuentren a los fines de reconstruir la bóveda gris que cuida sus sueños así como él de las vidas que aún no han salido de las cápsulas de hibernación. La última arma de aniquilación masiva es el agua en estado de ebullición que calcina a las indefensas obreras a media mañana e hierve la tierra dejando un cráter en el lugar del impacto, aunque los búnkeres de en los laterales sobrevivirán para marchar un día más.
Sobre
la huella seca del huargo que ahora descansa bajo la sombra del alero las
hormigas marchan, han encontrado el secreto bien guardado de la humanidad que
se encierra tras alambres que en realidad ellas pueden atravesar y tienen una
muy falsa sensación de seguridad. Si ellas que son tan pequeñas logran trasponer
estas defensas qué ocurriría con un ser bastante más grande, por una parte el
temor ancestral de las trabajadoras por el pisotón es igual en proporción al
que experimentan las personas por las noches en las que el mundo se encoge en
sus lechos. Por la otra viven despreocupados bajo la luz solar hasta que las
garras de la oscuridad se extienden sobre la superficie arañándola y haciendo
que los egos retrocedan a su mínima expresión, tendrán la siguiente mañana para
salir habiendo olvidado la lección que volverán a rendir al comenzar el próximo
atardecer con iguales cuestionamientos. Las hormigüelas avistan al otro lado
del cerco, que deja afuera pero aísla a la vez, los restos de una hogaza
arrojada a algún vagabundo anónimo de esos que corren a los camiones que
transportan pescado la cual se endurece bajo la mañana templada. Abandonada a
su suerte ya ha recibido los picotazos de los horneros que viven en el árbol
agitado en la parte trasera de la casa, pero en este momento no se ve a ninguna
ave dando vueltas por ahí. Ni siquiera los teros que por lo general ocupan esos
terrenos llenándolos con sus graznidos incesantes, marca bien reconocida por
estos lares aunque a las ahora ocupadas laburantes esto les importa bastante
poco. Excepto desmenuzar los restos del proyectil caído de alguna parte aunque
seguro fue uno de los adultos que lo arrojó a un costado de la zanja cuya agua
se estanca permitiendo que aparezcan los sapos, ocupados estos en darle caza a
los mosquitos que pese al frío que aún se puede sentir en la mañana de
comienzos de la primavera ya han soltado los cables que los mantenían adheridos
al suelo iniciando la búsqueda del festín rojo. Mientras el enorme tanque verde
avanza a los saltos las legiones negras se despliegan dando cuenta de esa
sustancia blanca primero para luego cargar con la dura cáscara que se desmorona
ante la falta de sostén, trepando por el pequeño muro y atravesando por la luz
que existe hasta dar con las puntas del alambre que detiene por el momento el
paso de las demás humanidades. A todo esto el batracio espera la oportunidad de
que le abran la enorme reja para poder entrar al edén que supone el patio con
los pastos un poco alto, ahí se encuentra la población principal de
chupasangres alados que no se distancian demasiado de aquellos de dos patas que
ahora circulan viendo de en qué momento obtener ventaja de alguno que la yuga.
De regreso al trabajo las sendas se extienden varios kilómetros en términos de recorrido acarreando los elementos necesarios, las nuevas obras están casi concluidas y resuelta la falta de techo producto de una muestra del desprecio humano por las demás vidas. En castigo se han llevado los primeros brotes del fresno que magnífico se alza en el frente de la casa mientras su hermano registra los movimientos del sol al decidir aparecer por el este. El siguiente blanco está más allá de los pastos altos, en donde el agua se acumula luego de un rato de estar en concierto dejando al manzanero sólo frente a la inundación que en algún momento ha de evaporarse y filtrarse de regreso a la napa para que venga la otra marea a llevarse esas hojas tiernas. Mezcla de blanco, rosado y negro sobre las ramas que sirven para los propósitos de cercenar las tiernas hojas escuchando más tarde el alarido que el jardinero ha pegado al toparse con el macabro hallazgo. Pero será la competencia la que se lleve la peor parte, una ración de extermina vidas que luego se recubre con los restos del hormiguero desplazado por la cuchara al ingresar en lo profundo del nido. Las insensatas se han dedicado todo el día a cubrir la herida sin saber que ya la pudrición huele a condena, tornando ese hogar una tumba que será barrida por la siguiente tormenta. Tiempo del silencio, de la arena volando de regreso a la base del árbol que sigue elevando sus brazos desnudos haciendo fuerza para que los brotes nuevos salgan antes de que el sol de enero calcine la tierra como una lluvia de fuego. Brisa suave del atardecer veraniego en el cual el morador espera debajo del techo, sintiendo el mecimiento del siempreverde al que las laboriosas ven como un extraño fenómeno de la naturaleza, dado que sus hermanas tienden a quedarse calvas al igual que el humano que ahora observa el ir y venir de la línea de producción. Mientras se mantengan apartadas de la azucarera nada tendrá que reclamar, por si las dudas también evitan la enorme presencia del can que mastica un pedazo de caña con el que su dueño lo contenta dado que los huesos se han ido a poblar la tierra y el único rastro son las briznas sobre el negro hocico.
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