viernes

Martillos

En las montañas lejanas moran los excavadores, buscadores incansables de tesoros que yacen en las profundidades pese al riesgo de calcinarse por ir en la dirección incorrecta continúan gastando la punta de sus bisturís con los que abren las entrañas de la negra tierra. Iluminan las profundidades con la luz de las piedras extraídas para eclipsar al sol, provenientes de la noche oscura que yace en el vacío ancestral del que cada ser proviene pero lo ignoran por lo antiguo de ese suceso en el que la roca ígnea beso el suelo nuevo levantando océanos de fuego hacia lo alto. Luego el corazón pétreo comenzó a latir llamando por generaciones a un descubridor que habría de traer el conocimiento de nuevo a la luz, iluminado éste por la mera presencia de las cientos de gemas que coronaban aquel meteoro enclavado en la tierra que encima reverdecía ignorando al reloj de la creación durmiendo abajo. Pero aún respirando, aguardando el momento en el que los picos los saquen de ese estado de ensoñación en el que la mano toma una de las tantas joyas saludando a las estrellas en lo alto a las que un puño gigante ha puesto ahí como señal para las naves que deambulan por el firmamento. La negra noche debajo de la montaña se vuelve luz con el paso de sus moradores regresando a la sala en la que reposan todas esas maravillas, un golpe, luego otro, las manecillas del reloj siguen su curso mientras los enanos trabajan sin descanso dado que aquí no existe la prisión del día que tienen los que arriba se doblan el espinazo ante el sol. Antorcha en mano, señal de auxilio sobre las rocas labradas, ya estos pasadizos no son tuyos bestia que te alimentas de otras alimañas y es hora de que pruebes nuestros martillos precipitándote a la enorme forja que arde miles de kilómetros más abajo. Las de aquí arriba son tributos menores en los que los metales son desprovistos de la basura que los rodea, tornados mazos que han de proteger los sueños de las generaciones futuras. Y en el centro la enorme estatua da cuenta de ello evocando al protector del reino, que armado con un triturador despejaba el campo de batallas para luego sentarse a lanzarle bocanadas a la luna que resplandecía sin parangón.


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