Todo comienza con un mal hábito, pero acaso nunca hemos incurrido en él cuando la situación apremiaba y la sequedad invadía ese recinto encima de la boca obligándonos a iniciar la difícil operación de extirpar aquel objeto que se niega a soltarse de las fosas. El hombre había dejado la escalera desde la que ascendía al cielorraso quitando con una espátula los restos de la capa anterior, pieza húmeda que encerraba voces de épocas anteriores cuyas marcas se veían aún en las paredes y en el óxido acumulado en las hendijas del piso de madera. Un guante en los peldaños, el otro al piso luego de que la operación comenzó a complicarse requiriendo la ayuda de ambas manos que se turnaban como excavadoras a los fines de llevar a la luz a ese condenado que se asía a la oscuridad. Dejando el cuarto atrás hacia el pasillo en el que apenas la luz del atardecer se podía sentir, ya las sombras invadían el tablero desalojando las casillas blancas que se tornaban grises hasta fundirse en un manto negro. Entonces dio frutos el esfuerzo aunque haya tenido que rodar escaleras abajo y quedarse desvanecido, sin presenciar que de la extirpación nasal cobraba forma una bestia que se lanzaría liberada calles abajo iniciando la cuenta regresiva en 66, 65, 64, 63 hasta dar con el edificio central que explotaría en miles de pedazos. El cielo se volvió rojo, el poltergeist desencadenó el final del mundo conocido o una continuación de este si consideramos que los demonios moran en las almas de los mortales, debatiéndose en una lucha intensa con esa otra parte que podría ser considerada el bien por antagonista. A veces únicamente hace falta una pequeña molestia que suponen las garras del impío intentando quebrar la delgada capa que separa a una acción correcta de lo contrario y ahí se suelta el nudo que evitaba el derrumbe de la muralla, dejando a un lado la cordura para naufragar en los mares de la locura. Por eso el sujeto que servía de recipiente no recordaba nada de lo sucedido, el golpe más la amnesia de la pérdida de su lado malvado lo llevarían a deambular por las calles con adoquines vacías un sábado de enero. El calor se largó extrañamente, las hojas anunciaban un otoño rápido al que los cuerdos le darían el nombre de cambio climático pero eran las hordas de malvados que buscaban terminar con la estación calurosa para que la esperanza dejara esta tierra y con ella la conciencia por la justicia. Saltando en una rayuela interminable con los dementes que fueron liberados por ser más, prisión de los razonables que miraban con ojos vacíos a las llamas ascender sobre el horizonte con la quema de la cordura y las banderas del libertinaje enarboladas en los actos públicos. Bebiendo el vino sangriento, el del esfuerzo cotidiano sonando las carcajadas de fondo y todo por una bola apenas de moco que no fue controlada a tiempo dejando un legado magnífico a los que vendrán que encontraron la habitación sin terminar con la espátula clavada en medio de dos tablas gastadas que constituyen aún el piso sobre el que desprevenidos caminamos.
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