Las becas eran una especie de oasis, les permitieron a unos pocos lograr
tener cubiertas sus necesidades básicas y ocuparse sólo de asistir a la
cursada. Un ocho de marzo llegó a la pensión, le asignaron una habitación junto
a otro paria venido también de la inmensa costa. Su amistad ocupó las horas
siguientes, los mejores años de una vida que pasaban despacio, pero a la larga
también se terminarían. Conocería algo parecido al amor, aunque en realidad
esta era una idea prohibida en tantas pruebas de camas y encuentros
esporádicos, no pudiendo evitar considerar a la otra persona más allá de los
placeres carnales. Los desamores se tornaron en poesía, las letras en una forma
de ahogar penas aunque existían ciertas drogas sociales que volvían las horas
interminables en apenas momentos de un reloj. Usaba el material de la
universidad de campo de escritura, los folletos y propagandas electivas para
volcar las lágrimas, los horarios de cursada sólo servían para interrumpir la
monotonía de esa época alternada con interminables sesiones de estrategia. O de
salas de arcades en las que se encontraba inmerso en otra personalidad,
recorriendo historias que duraban lo suficiente para atenuar la tristeza, todo
esto volcado en una nueva aventura. A la larga se encontró solo cuando los
demás se fueron, una rápida despedida en un estacionamiento y comenzó la
diáspora lo que también sirvió de combustible para continuar con las crónicas.
La mudanza no tardaría tampoco en venir, así que los cambios se suscitaron de
manera tal que pronto todas aquellas experiencias le parecieron demasiado
lejanas. Aunque muchas veces se encontró viendo hacia el pasado, intentando
resistir el presente que se le hacía demasiado aburrido, es como si hubiera
dejado un pedazo de su alma en alguna de las tantas habitaciones en las que
moró y dejó escrito en un último cajón de un armario una pequeña inscripción. A
la larga el paso de los años curaría la nostalgia, pese a que se descubriría
demasiadas veces retomando historias generadas en esos días, en los que
verdaderamente era libre y ello lo encontró de nuevo cuando finalmente no tuvo
nada que lo atara. Atrás debía quedar todo para iniciar otra fase de la misma
vida, una mejor etapa si se quiere, cuestión de arriesgarse y esperar que las
cosas fueran mejor. La ciudad lo recibió despreocupada, inmensos edificios que
le hacían cosquilla al cielo y lograban que ese techo se marcara con las venas
grises de la contaminación, el sol se volvió apenas una luz blanca que parecía
más ausente que otra cosa. El contacto con los amigos de la época pasada se tornó
poco frecuente, recibía en el móvil que había adquirido para no quedarse fuera
de la comunicación social impuesta, imágenes de vidas que se unían y daban
lugar a otras existencias. Pronto tendría un muro recubierto de fotos a color
que culminarían por tornarse veladas, guardarlas en un formato digital
equivalía a meterlas en un depósito al que cada tanto regresaría para mudarlas
a otro soporte parecido. O bien simplemente olvidarlas al igual que los álbumes
antiguos que desaparecieron en una mudanza o en la demolición de la casa,
pérdida allá a lo lejos en Las Avutardas. Pues bien, la ciudad se lo tragó pero
luego se ocupó de devolverlo y marginarlo, una vez que se alimentó de su
energía vital como si se tratara de un vampiro de concreto. El viejo apartamento
se transformó en una especie de celda, enormes bloques con espacios debidamente
acondicionados a los fines de que los aportantes contribuyeran en conformar el
erario público bajo la forma de impuestos interminables. En cierta forma cada
vez que pasaba el dedo sobre la pared blanqueada en ocasiones, marcaba el
tiempo que había pasado en ese lugar. Cosa de no olvidar algo, por lo menos.
De pronto, aunque fue ocurriendo despacio hasta que lo notó se halló
solo si bien sus amigos no estaban tan lejos empezó a quedarse atrás en esa
extraña carrera en la que pareciera que la sociedad te mete cuando llegás a
cierta edad. Tomó nota de ello cuando alguna pareja allegada anunció el
inminente casorio, aunque con anterioridad al hecho ya habían llegado los
hijos, una costumbre que con el paso de los años se fue quedando anacrónica.
Pero en esa época, en lo que le pareció demasiado lejos en el momento de
considerar el asunto, simplemente era una conducta que comenzaba a tener cada
vez menos ejemplos. De repente los niños crecieron, las primeras imágenes se
volaron igual que varias de las chapas sobre la cresta y empezó a perder esas
escenas para reemplazarlas por otras, imposible retener todo lo que uno ve en
su andar por el mundo. Incluso si ese mundo no son más que unas cuantas cuadras
o una habitación pequeña en una pensión, la noche en la que se tuvo que ir sin
remedio del lugar al que estaba acostumbrado, ya no había espacio para nada más
que las ausencias. La medianoche lo encontró con el pequeño dispositivo de
señales debidamente cargado, la única puerta que lo conectaba con los demás
aunque estaba rodeado de vida. Ese era el problema tal vez, muchas personas se
cruzaban en su camino pero pocas eran las que realmente podía ver en esos días
así que el final de su periplo por ese lugar fue silencioso. Ya la época de
estudiante tocaba a su fin, de pronto se encontraba compartiendo aquellas salas
con personas muy jóvenes en comparación con él y en cierta manera sentía la
presión de tener que culminar con aquello. Pese a que no era precisamente la
mejor elección que había hecho, pero significó el boleto de salida con muchas
posibilidades de regreso en caso de fallar. El fracaso es otra cosa, se llega a
él al dejar de intentar cualquier cambio en la situación en la que uno se
encuentra, por más que esto parezca estar a miles de años luz el hecho de no
abandonar se torna una victoria. Tal vez en esos días no había tomado dimensión
de lo que esto significaba, entonces todo parecía ser una cinta que corría a la
velocidad de una canilla goteando, pareciendo que aquellas jornadas se habían
sometido a una especie de deshielo que tardaba demasiado en tornarse agua
corriendo rumbo a cualquier parte. Ya no importaba el tiempo invertido sino
llegar al objetivo, después vería que haría con su vida aunque el último
cuatrimestre del año empezaría pronto y debía tener un plan para después del
verano. En ese punto tocaría regresar al pago, el mar se ocuparía de calmar la
ansiedad para aquel que realmente nunca se fue, por ello los habitantes de la
metrópolis no terminaban de curar el apuro con el que viven pese a regresar a
Océano todos los años. La enfermedad en cuestión no tiene cura, sólo quienes
han vivido cerca de las olas por unos veinte años son capaces de no adquirir
esos hábitos que implican hacer todo a las apuradas. En el otro extremo para
algunos las cosas transcurren despacio, luego pueden acelerarse para retomar el
transcurso normal, en cambio hay quienes viven en una carrera permanente a alta
velocidad. Hasta la curva mortal, esa en la que se pasa de largo pese a que
unos cuantos kilómetros antes se le erizaron los pelos advirtiendo de la
proximidad del peligro. Pero no le hicieron caso, la voz de la ciudad todo lo
eclipsa y acalla cuestiones que son más importantes, vivir sin dudas es la
primera de esa lista.
Fue una explosión al unísono para que los edificios de esa cuadra se
desplomaran, ahí quedaron los restos de la lavandería junto a los del café
literario aunque no lo frecuentaban más que borrachos, la rotisería en la que
se podía conseguir un menú completo por unos diez pesos luego de un examen
exigente y la casa semiderrumbada que servía como estación de embarco de
remises. Todo vuelto una pila de escombros, de esta manera vería sus recuerdos
en el futuro en tanto trataba de relacionar el rostro de esa persona a la que
cruzó en el tren a la city, a la capi en la que se tejen todos los embrollos y
en la que sin lugar a dudas atiende el barba. Se le escapaba, lo tenía en la
punta de la lengua pero no conseguía darle forma al nombre, a todo esto el
traqueteo del tren lo adormeció soñando con que la torre estaba de nuevo en
pie. Recién la habían inaugurado, los santiagueños sonreían viendo su futuro en
ese faro de concreto y tonos azules como un cielo de
tormenta. Luego el espanto cuando el polvo descendía producto del
derrumbe, de la decadencia que no perdona ni a los cimientos cosa de que no
quede nada en el avance constante de la modernidad sobre la modernidad,
volviendo al pasado en una fotografía que es difícil encontrar debido a que no
estaban los celulares cargados ese día de detonaciones. Apenas alguno alcanzó a
tomar una instantánea que quedaría en una caja de recuerdos de otras partes del
país, en un sucucho perdido en la Avenida Santa Fe y con poca fe de encontrarla
excepto que la suerte así lo dispusiera. Sería entonces un viejo Julio, no tan
memorioso y convertido casi en un fantasma que daría con ellas mostrándolas
encantados a los eventuales testigos. Cuando se lo llevaran rumbo a la casa
para personas con desordenes crónicos, léase manicomio, quedaría esa foto
velándose en la que podía apreciarse a un grupo de mortales sonriendo aunque el
tiempo haría de esos rostros una mancha de humedad. Ahí llegaría otro conocedor
de esos asuntos, no tan viejo pero tampoco joven, quien asociaría la imagen a la
ciudad costera y llevaría la misma al museo que se levanta en medio del puerto.
Justo en el casco de un barco en reparación eterna, que según el mito o la
leyenda está hecho con uñas de todos los ahogados en el mar contaminado por la
acción de los costeros. Entonces la fotografía tendría un sentido, recién en
ese momento las vidas de los que llenaban las mismas serían visualizadas con
una lupa que permitiría determinar que databa del final del siglo XX, ahí por
diciembre cerca del apagón del nuevo milenio que nunca llegó.
El otro avión está en un museo aunque ha tenido que ser reconstruido, es
obvio que el material empleado no es el original sino que se acudió a los
planos que ahora se consiguen en cualquier parte del océano digital. En la
época de la posguerra cuando ciertas libertades fueron devueltas, no toda la
libertad, pudieron empezar a levantarse nuevamente bajo la atenta vigilancia de
los cinco a los que las referencias al momento de mayor gloria les parecieron
adecuadas. Por eso la enorme fortaleza anglosajona renació, tras ser rescatada
de una zona montañosa en el centro norte del país invadido para asegurar la
libertad de sus habitantes y de paso instalar unos cuantos puestos de
vigilancia. Por precaución nomás, hasta las piedras habían sido aplastadas
durante los bombardeos preventivos cercanos a la capitulación de unos y el
inicio de la retirada de los otros, era como el agua que deja el hueco para que
otra oleada venga a ocuparlo. Ahí encontraron el avión, enterrado en una zona
pantanosa al que le faltaban las alas pero el fuselaje estaba intacto. Las
armas habían sido corroídas por el paso de las décadas pero aún podía
observarse el símbolo de la RAF, el resto estaba rodeado de leyendas que
sobrevolaban todavía por encima de los techos de Vecchiano. Les tomó a los del
museo un par de meses sacar los restos del pajarraco y llevarlo hacia la ciudad
eterna, usando la misma vía que recorrían los centuriones sólo que esta yacía
bajo el alquitrán debidamente conservada. Cada tanto algún derrumbe producto
del deshielo en la primavera dejaba ver una parte de esa huella desde el cielo
en el que las naves vigilan esos puntos blancos que se mueven debajo. Un
testimonio del pasado lejano, ahora eran los descendientes de aquellos
sobrevivientes a la caída del imperio los que establecían las reglas a seguir
aunque la bandera tricolor flameara encima de los pabellones. Adentro los
emisarios de la organización que no garantizaba paz alguna se reunían para
determinar las nuevas leyes de la sumisión, en tanto los lacayos aceptaban sin
chistar aquellas instrucciones pues les tocó perder y eso se lo recordarían
toda la vida. La nave empezaba a ver la luz luego de años de estar en la noche,
hasta lograron que tuviera los mismos dibujos en sus laterales para hacer más
creíble la restauración. Una de sus hermanas bombardeó la población en torno a
la torre inclinada, luego cayeron los conquistadores y procedieron a arrojar
los motores de maquinarias en el río pese a que la paz había sido firmada. El
problema era la manera en la que ratificaban el hecho mismo, no sea cosa que
alguno no entendiera el mensaje que era una rendición incondicional. En tanto
esto no aparece en los registros sí lo hace el nuevo ejemplar que se expone
todos los días en el museo central, siendo accesible al grupo selecto que puede
pagar la entrada y él que no ha sufrido ni la guerra como tampoco sus secuelas.
Simplemente se han quedado igual que esas estatuas viendo al sol sobre el mar
interior, en tanto un inmigrante venido de alguna excolonia le sirve un
refresco cuyo ingrediente principal proviene de un lugar parecido, ahí en medio
del corazón verde y negro.
Saliéndose de la formación para la fotografía se dirigió raudo en la
búsqueda de malas noticias, aunque únicamente eran dos así que el daño no fue
tan significativo excepto en el hecho de ver partir a los demás hacia rumbos
diversos. Pasaría el invierno en el Océano a la espera de que la marea
cambiara, entonces también emprendería el viaje lejos de casa para regresar de
forma esporádica hasta finalmente no volver nunca más. Ese cumpleaños tuvo
varias ausencias, sobre todo la de sus anteriormente compañeros, quedándole una
foto que perdió entre tantos traslados y una última copa con Amerigo festejando
el nacimiento de ambos con apenas sesenta y cuatro años de diferencia, tocó
entonces ir a conocer el siguiente teatro de operaciones perdido al principio
entre tanta gente que en la temporada baja desaparecía. Una tijera anunciaba el
destino del campeonato así como el epílogo de casi una década de lo mismo, la
transición no sería precisamente de las mejores y aquellos que reinaron
escudados en la voluntad popular volverían para recuperar el trono. Pero en ese
momento de la historia estaba todo por conocerse, contando las calles a los
fines de poder ubicar ciertos lugares pero perdiéndose en cuanto inició la
peregrinación. A la larga se halló solo nuevamente, rodeado de extraños que se
fueron volviendo la familia en la distancia como ocurre cada vez que aquellos
con los que has crecido se van marchando y ahí aparecen los amigos de toda la
vida. O la mejor parte de esa vida, la etapa de ciertos descubrimientos, frustraciones,
amoríos y sensaciones nuevas que en algún punto desaparece, dando lugar al
momento en el que la estructura le da a uno la patada bien puesta cosa de que
reaccione agregándose a los engranajes para aceitarlos. Duró unos siete años,
hasta el verano caluroso que precedió a las lluvias llegadas luego de varias
estíos de sequías para llenar los huecos de la tierra resquebrajada y sacar a
los gigantes de su guarida dejando a un lado la demolición. Truenos, rayos,
relámpagos, todos instrumentos de la sinfonía que se abatió entre enero y
febrero refrescando pero en algún punto molestando también, nunca realmente uno
está conforme con lo qué ocurre a su alrededor. La conversación trillada sobre
el clima, reflejada en las pantallas como parte de la receta que esconde otras
cuestiones y encima nunca la pegan, habría que tener un vestuario portable a
mano cosa de ir dejando todo el arsenal de prendas que uno va regando por el
camino a medida que la mañana discurre. Transcurridos ese período, pasada la
lluvia del verano, rumbeó para la ciudad con alguna posibilidad de trabajo y se
encontró nuevamente como un foráneo que intentaba adaptarse sin conseguirlo a
las costumbres de la urbe. Las torres en ese punto comenzaban a dejar allá en
lo bajo a las pequeñas casas, las imitaciones en la periferia terminaban
derrumbándose o bien siendo demolidas por constituir un peligro para la
estética citadina y los habitantes trasladados a algún lugar remoto debidamente
alambrado. La civilización que se llena la boca hablando de inclusión deja
afuera a la mayoría, pero a eso de las cinco de la mañana abre la única puerta
para que la horda venga a lavar sus platos, tender sus camas y cuidar a sus
pequeños ante la ausencia de progenitores ocupados en amasar una fortuna, que
será disfrutada poco o nada reduciéndose todo a un funeral más ostentoso.