Gigante saliendo de la casa por la puerta trasera, el rocío
que resiste los rayos del sol que se adhiere a las botas y huye con esto hacia
las sombras del hogar. Luego se pega al piso en forma de huella, las líneas de
una vida quedan allí como testigos de la sequedad al que el viento las somete.
Perduran entre las briznas del pasto recién cortado, aunque la época de las
lluvias llega enseguida y han de evaporarse lentamente, pero partida al fin de
cuentas. En tanto el hombre vuelve al patio buscando los hormigueros, otro
asesinato en camino cuando se desarropa a las moradoras y se deja expuesta su
descendencia. La labor dura unos instantes, la tierra removida es regresada a
su lugar. Los insectos trabajan para
reconstruir los túneles empleando todo lo que tengan a su alcance, incluido el
veneno que en granos ha dejado el humano. Tras el correr de los días, la vuelta
del rocío resucitado, la evaporación y el traslado de los restos del pasto, hay
silencio en el hormiguero. Apenas un vigía que ha crecido en uno de sus
baluartes sobrevive a la implosión. Esta no se ha medido pero el horror de
tanta vida terminada no es ajeno a las crónicas que la clase dirigente guarda y
pronto han de cobrarse la cuenta. Ignora el gigante que las bocas destruidas
forman parte apenas de las entradas a un gigantesco infierno que corre bajo la
casa y oleada tras oleada se dedican a
socavar aquel monumento al ego humano, que destruye todo lo que toca pero
duerme tranquilo. Pues en una de esas noches la construcción se derrumba,
levantando allí un nuevo hormiguero.
Cuaderno 2, 18.
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