La lluvia ha vuelto, trayendo finalmente el maná
con el que he llenado mi cantimplora.
Las rocas me han herido las manos, la espada
pesa demasiado y cada tanto en éste
ascenso hacia la cumbre encuentro algún
caído, dejando sólo un mar de cenizas.
He visto al océano reclamar lo que alguna
vez fue suyo, a cientos, miles de almas
sumergidas en la oscuridad y la mano
bondadosa de nuestro Padre admitiéndolas
en su seno, por el sacrificio del Hijo.
El camino se ha hecho cada vez más empinado,
aún cargo conmigo las páginas que ella me
obsequió hace tantos amaneceres y las leo
al reparo de la ventisca que ahora sopla,
gélida, congeladora de los réprobos.
Negras nubes cubren el horizonte, el sol
parece haberse ido finalmente y una noche
eterna cae sobre el mundo, aunque la
luna me da la esperanza de que no es así.
Me apretujo la capa contra el cuerpo,
mis ojos pueden ver a las sombras cobrar
forma y a mi espada volviéndolas vacío.
Cansado de la batalla no me he dado
cuenta de que estoy tan cerca de mi destino,
pero ahora necesito descansar un poco
y soñar con ese lugar cálido al que llamé
hogar, entre tus brazos.
Entre las ruinas del templo yace deshojándose
lentamente un antiguo manuscrito
sobre lo que queda de un pedestal y
la espada allí apoyada no es más que
herrumbre del pasado.
Su portador la cedió al final de los días
cambiándola por un cayado y comenzando el
descenso mientras observaba el nuevo mundo,
el eco de sus sandalias retumbó como
el océano primitivo que se alejaba lentamente
de las costas dejando vida nueva a su paso.
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