Encendió la radio sobre un viejo
pino caído, las voces del hijo y la nuera se habían perdido en el recuerdo. El
tabaco de la pipa flotó con el humo, la radio local informaba sobre el
incendio. El viento del este había arrojado las llamas hacia la localidad
vecina. Cada tanto un golpe de timón le traía el olor del homicidio del fuego,
bajo ese muro verde el sol apenas encontraba un lugar en el que meter uno de
sus rayos. Revisó en el morral la colecta del día, la variedad marrón oscura se
encontraba bajo los árboles luego de una tormenta. Después vendría el corte de
los hongos y la exhibición sobre los restos de la persiana, secándose al sol
estival. Ese era todo el proceso, aunque le interesaba más la búsqueda y el
hecho de perder contacto con los demás. Vivía solo hacía un lustro, la ausencia
desaparecía cuando la mente estaba ocupada y los dedos quitaban las agujas
secas. El aroma de la pipa le traía recuerdos, una niñez en medio de la nieve en
algún lugar lejano tras la guerra que dejó profundas heridas en la tierra. Recordaba
haber enrollado una hoja seca de aquella planta y encenderlo bajo el cielo de
Toscana, aunque el aroma era diferente. El fuego en cambio, las sirenas, los
gritos de auxilio se trasladaban desde aquellos que combatían las llamas al pueblo
víctima de las bombas. El calor de afuera le recordaba esto, la sombra y la
frescura del pinar renovaban su existencia. En la casa lo aguardaba la soledad
interrumpida por las visitas ahora esporádicas del nieto ausente. Siempre había
un pedazo de queso y un poco de vino para la ocasión, aunque la espera
implicara endurecer al primero sabiendo que al ausente eso no le importaba. Encontró
a la nuera preocupada sin prestarle atención, todavía manejaba por el camino
rural cuyo asfalto parecía una promesa bíblica a esa altura. Semejante a la del
puerto con el obstáculo insalvable de no contar con las vías que permitieran
traer los materiales, las que quedaban estaban frente a los silos en Las
Avutardas justo en la cancha de fútbol en la que jugó su nieto. Un camino sin
salida, el metal moría entre el pasto y las cortaderas, en las rutas el caucho
ganó la batalla. Las piedras que levantaban las ruedas volaban hacia el campo
seco, en cuanto el viento girara hacia el oeste la revolución naranja se
alzaría quemando a su paso esos lugares conocidos. Loros y avutardas emigraban
del conflicto, el humano olvidaba no dejar las colillas encendidas hasta que
resultaba tarde. Siempre habría una chispa que iniciara el fuego, luego venían
las barras de hielo, los bidones transportando agua y el cuerpo de voluntarios
jugando su vida en esa ruleta entre verde y rojo. Por la noche vino la calma,
el viento del oeste no tuvo tanta fuerza y una parte del pinar sobrevivió. La
lluvia de ese 23 de diciembre se ocupó del resto, el viejo continuó viendo las
estrellas a las que remitía mensajes en forma de columnas de humo. Pronto
vendría la hora de la reunión, la última navidad antes de partir hacia lo alto.
La pipa quedó sobre la chimenea, en el aparador media botella de vino y un pedazo
de queso. En ese lugar escondido en la memoria inicié la historia, como una
forma de quitar culpas por haberme llegado tarde al último acto.
Cuaderno 1, 12ª
historia.
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