Terminó de colocar las pequeñas
estatuas en el jardín, siete en total, la pintura ya se había secado y los
enanos sonreían mientras el sol les daba en los ojos. Se metió en la casa a los
fines de protegerse de los rayos de la mañana, a la que reemplazó la tarde y
por último la noche. En ese punto aquellos que estaban alineados rompieron las
filas, dando lugar al inicio de los festejos. Lejos del verde césped había un
bar llamado El Quebranto, famoso por sus peleas y resacas aunque para el común
de la gente sólo era un centro cultural. Los concurrentes bebían un derivado
del agave, debidamente rebajado luego de varios fondos blancos. Todas las
formas medianamente mantenidas a la luz del día eran arrojadas igual que ropa
vieja, en tanto el mundo dormía ignorante. Las fisuras las disfrazaba el
jardinero, ocupado en dejarlos siempre con tonos florecidos cosa que no se
notara el cambio en la fisonomía pese a nadar en un mar de excesos cada noche. Llegó
un momento en que la oscuridad fue eterna, taparon para ello al sol con uno de
sus dedos en tanto la otra mano sostenía una jarra. Las líneas de sus rostros
eran el reflejo de otras tantas, las que se marcaban por siempre con cada
dosis. Mamá y papá, especialistas en criar yuyos, no se daban cuenta del estado
de desgaste de las estatuas. Se habían quedado con las imágenes de tiempos
anteriores, en los que ignoraban cómo la mala hierba se apoderaba de ese edén.
Al momento de iniciar la purga de las malezas se percataron de lo avanzado del
problema y decidieron mantener las apariencias ante el resto de los mortales,
también graduados en eso de pintar escenas de cartón. La enfermedad fue curada
mediante el certificado de un viejo compañero de armas, el usaba éste método a
los fines de sentirse mejor consigo mismo y de esa forma no tener que admitir
que a una de esas figuras en el patio le faltaba la cabeza entera. Todo seguía
sin que nada cambie, año a año los cuida parques renovaban las esperanzas con
esas personitas a su cargo. Hasta que un buen día fueron desterrados, ahí los
enanos tomaron el control y se dedicaron a esculpir sus propios diseños,
sentados en las reposeras los antiguos propietarios seguían ignorando lo que
pasaba al otro lado del muro, ya les había sido vedado ingresar ahí bajo
pretexto de haber laburado sin descanso para mantener el orden de las cosas.
Por fuera un cartel rezaba “SE VENDE” en letras rojas y fondo negro. El nuevo
jardinero estaba pintando la cara de uno de esos enanos, recubriendo las
rajaduras de manera que pareciera nuevo y esperando el verde salvoconducto.
Notó que sus manos estaban marcadas, luego simplemente el paisaje explotó
frente a sus ojos quedando reducido a escombros. Ahí el viento se ocupó de
desparramar los restos, dejando el verde pasto inmaculado y la advertencia
enterrada entre los ecos de la casa. Ello hasta la llegada de una pareja con
sus dos niñas, ahora las pequeñas podrían jugar en el amplio patio sin que
molestaran los adultos. La estatua con la cabeza rota sigue ahí.
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