Tironeó un rato hasta lograr su
cometido, algunas migas fueron a parar sobre su remera y luego siguieron en su
descenso a las que se habían adueñado del suelo. Tocó entonces el turno a las
depredadoras de restos de pan, las que caminaban orgullosas sabedoras de su
posición. Una de ellas secaba al sol su lustrado cuello, a media mañana había
sorbido los restos tostados de la harina que quedaban en el disco y eso le
costó caro. La ira del cocinero fue tal que el castigo lo recibió toda la
bandada, apartada de esta exhibía con orgullo su nueva insignia. Nadie osaba
desafiarla, el letargo envolvía a las aves sobre los tejados de tipo español.
El viento agitó las cortinas, el morador del cuarto atendía ahora el teléfono
mientras buscaba un cigarrillo. Las palomas se disputaron los restos del
envoltorio hasta que quedó liberado en el viento, yendo a posarse sobre uno de
los techos de abajo. La lluvia se ocuparía de lavarlo, el sol de arrebatarle
los colores, un recuerdo más que se va. Por eso las de gris regresan en otra
incursión, olvidan que ya han vivido esto para seguir con su reclamo de
migajas. En tanto el forense ha cambiado la comodidad de su balcón por un
oscuro sótano en el que inicia la apertura de otros envoltorios. Ahora es ropa
la que queda a un lado, sobre la fría cama los despojos de la existencia hablan
por última vez. Antes que la bandada negra caiga a revolotear para esgrimir los
fundamentos de un reclamo de derechos, la verdad debe salir a la luz aunque el
asesino piense que no hay posibilidad alguna de que encuentren el rastro de
migas. Sin embargo, al igual que el cocinero dio con la paloma aceitosa el
médico ve en el reguero todas las señales del acto llevado a cabo. Sólo queda
seguirlo, para los demás es igual que andar a ciegas pero estos dos ojos llegan
a verlo todo. No hay indicios de una entrada violenta, el arco carmesí se
observa a lo largo de un muro en el que se reflejan las sombras de la sociedad.
Los medios hablan de un homicidio con caracteres siniestros, pero esto al que
se ocupa de traer todas las pruebas a la luz no lo detiene. Al final del
reporte queda regresar los restos a los familiares, ahora ese cuerpo es un
envoltorio vacío sobre el que los cuervos se arrojan pero pronto la lluvia del
tiempo lo volverá olvido. Toca regresar al hogar a alimentar a las palomas, el
alma ha volado indemne hasta su lugar en los cielos. El martillo cae en un
despacho con un rótulo presuntuoso, impartir justicia dando a cada uno lo que
corresponda, o en el caso en particular las migajas. Los sueños, sensaciones y
besos se quedan afuera, la última gota de dignidad está manchando una pared. En
una pesadilla el autor, hijo de la víctima, logra borrar la misma y sonríe
satisfecho. Más tarde se dará cuenta que a juzgar por el miembro hábil del
fallecido, el corte suicida debería estar al revés. En este detalle piensa
mientras la canilla de su celda gotea, esto lo adormece y sueña que pudo
salirse con la suya. Pero no contaba con los rastros igual a migajas de pan que
dejó sobre el escenario, ahora la máscara se le ha caído semejante a las plumas
manchadas de aceite.
Cuaderno 1, 7ª
historia.
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