Entrevistando a Asterión

A Jaime Ponce lo apodaban el Obelisco debido a que no era el más alto de la escuela sino del pueblo, hecho este fácilmente comprobable dado que al tomar las fotografías de la primaria el fotógrafo le solicitaba que se sentará a un costado con el fin de no eclipsar a sus compañeros. Era eso o bien tener una colección de imágenes con una cabeza cercenada que ya en una oportunidad lo había convertido en la burla de sus colegas, a los que obviamente ignoraba sin más. Jaime se convirtió rápidamente en el objeto de las cargadas, las que fueron inmediatamente solucionadas después de acomodarle las ideas a más de un compañerito que desde entonces no se dedicó a molestarlo. Se sentaba en la última fila de forma tal que ninguno quedaba oculto del sol por semejante presencia, ayudaba a los más pequeños a alcanzar los libros en las repisas altas y de paso bajaba las calaveras que se encontraban en la parte superior de las estanterías asustando a los demás. No obstante ello Ponce no reía jamás, era una especie de mueca lo que se podía considerar su risa así que esto atraía la atención tanto como su estatura. Un día cualquiera de cuarto grado llegó un nuevo estudiante, Víctor Peña y Funes, dado que su madre se trasladó a la localidad con el fin de impartir clases. La relación entre ambos fue de chispazos al comienzo y de silencio luego, al recién llegado se le ocurrió usarlo como el centro de sus burlas además de practicar tiro al blanco con pedazos de tizas que tomaba de la cartera de su madre. Un buen día Ponce lo tomó por el cuello del guardapolvo en el momento que se aprestaba a salir al recreo, girándolo en el aire y dejándolo con la cabeza metida entre la silla y el soporte del banco de madera en donde se sentaba. Cuando fue hallado en esta posición tan extraña dijo que se encontraba ejercitándose para irrigar mejor su cerebro, una técnica ancestral que no debía ser usada por cualquiera ya que únicamente los impregnados en el difícil arte sabían la manera. El asunto quedó allí, al igual que Peña y Funes hasta que la portera lo sacó no sin antes usar la escoba como fórceps. La relación entre ambos protagonistas quedó congelada dado que se dedicaron a ignorarse los siguientes años hasta aquel día que los encontraría en un lugar impensado. A sus diez años Jaime se había convertido en el portero de las inferiores del Club Bellavista y Mosquitos, apodados los Chupasangres por los equipos de la región. Los campeones defensores salieron en el marco de la décima fecha del torneo clausura a buscar el punto necesario para dejar en el camino a su perseguidor, Vencer y Conquistar, hasta ese momento un cuadro que no le hacía honor a dicha premisa. Ponce era el 1, el seguro final de la defensa que comenzaba en el número 9 y se extendía hasta el aguatero, no le habían marcado un solo gol en aquel torneo a falta de dos fechas (contando la que estaba por disputarse). De pronto algo lo sacó del precalentamiento, una anomalía que hubiera sido mejor no tener que presenciar, un peligro potencial para aquella mañana de sábado que se sentía fresca en el borde de la primavera, Víctor Peña y Funes jugaba en el otro equipo, llevaba la número 10 y el brazalete de capitán coincidiendo en esto con el portero. Continúo sin embargo haciendo la entrada en calor, aunque cierta preocupación lo había invadido, no mostrándole nada de esto a sus compañeros que tampoco salían del asombro ante aquella presencia. El partido fue parejo, aburrido diría algún asiduo a tales grescas que se levantaba temprano para esperar los encuentros de la tarde arrancando con el mate al que le calentaba el agua con un mechero montado sobre la garrafa de un sol de noche. Minuto diecinueve, segundo tiempo, el 5 de ellos recupera un balón abriendo el grifo de la catástrofe al filtrar un pase entre los mediocampistas locales para el 10 que arranca a una velocidad inusitada. El 2 le sale aunque de refilón ve al 9 del visitante que se manda para el área, ahí es donde pierde el mano a mano con Peña y Funes que lo hace pasar de largo entre el amague y la preocupación. Jaime ve el peligro sobre su meta dado que tiene que atender a dos situaciones bien diferentes, el centrodelantero que aguarda el pase y el armador que lo sabe peligroso antes de que se lo digan. El 10 no tiene intención de darle el balón a nadie más, excepto a la red contraria que le ha quedado lejos hasta aquel momento entrando al minuto veinte del complementario. Ponce sabe que descuidar su palo es un suicidio, peor aún es quedarse clavado sin intervenir ante el centro atrás que viene funcionando desde que el fútbol se bajó de un tren británico. En su mente la jugada se repite miles de veces en esos segundos antes del impacto del balón, ya le ha sacado un remate de lejos a Víctor negándole que le haga honor a su nombre. Pero nada más, a último momento da el paso en falso dejando desprotegido el poste que tiene una calcomanía despintada en su fachada y lo han repintado siempre con aquel objeto manteniendo la posición. Víctor saca el zurdazo viendo el resquicio entre el golero que ya se ha movido, al 9 levantando los brazos esperando un pase que no llega y al silencio de la mañana soleada en la que hay un único espectador. Golazo, la pelota recorre la red sondeándola en toda su extensión para darle el buen día a una araña somnolienta que huye caño arriba a esperar pase aquel momento de zozobras. El 0 a 1 es lapidario, los campeones se desmoronan como un castillo de arena dado que han tirado a la basura el campeonato en aquella penúltima jornada. Es cierto que falta un partido más pero será un empate y el oponente de esta tarde ganará en su casa, dando la vuelta olímpica por primera vez en un regional cortándole así la chance del tricampeonato a Bellavista. En la escuela el asunto es un tema tabú, los compañeros de Jaime lo miran mal a Víctor pero este los ignora a todos siendo que además un mes más tarde su madre dejará de trabajar en el lugar. El rastro de estos dos personajes se pierde en el tiempo, como él de muchos que hemos conocido en una época semejante. Peña y Funes jugó en el ascenso ya entrado en la juventud, con incontables batallas en una división áspera como lija en el desayuno y un buen día recaló en Ferro como refuerzo cumpliendo así su sueño de estar en la primera. Un 25 de noviembre visitaron el Templo del fútbol, dado que el lugar es más relevante que el deporte en sí, saliendo en el once titular para colosal partido. Contempló las gradas que se habían llenado como si un hormiguero se abriera, a los jugadores de Boca allá al otro lado de la línea media y el atronar que comenzó a hacerse más y más estrepitoso. Le tocó dar el puntapié inicial, el muevo yo que podía ver en la televisión hasta entonces, cediendo el pase al número 8 que enseguida se la dio a los centrales. Primeros minutos, el corazón late a mil, los pensamientos se mezclan en una suerte de alegría y temor, la adrenalina bombea el tambor haciendo que deba aprovechar aquella sensación. Minuto cinco, pase del 8 para él que aprovecha el quedo de los mediocampistas encarando con pelota dominada para el arco defendido por Sánchez. Es una suerte de paramnesia dado que ya sabe ha vivido esto, ve a Carlos Alberto Vidal que enfila hacia el área y sabe bien lo qué debe hacer. El amague al central que sale, después el centro atrás o el fierrazo siendo que el golero Xeneize ha dado muestras de meter la pata. Pero nada de esto ocurre, de pronto todo se nubla, la hinchada local parece muy lejana, su cabeza da vueltas y el resto del cuerpo también. Es que se ha olvidado de un detalle, aquel zaguero le barre la pelota con el pie derecho, en tanto que le acomoda la extremidad izquierda de un soberbio puntapié y en la caída le pone el sello de calidad: un codazo en las costillas que lo dejará sin aire hasta entrada la noche. Lo tienen que cambiar, enseguida vendrá el gol de Enzo Ferrero y La Bombonera estallará en miles de almas coreando un nombre, para él queda la resignación del túnel debidamente a mano descendiendo hacia los infiernos y sentándose en lo que creerá es un escalón. Los ruidos cesarán, logrará divisar a otra presencia que se le acerca para detenerse a su lado contemplando las columnas derruidas y el polvo que cae con el terremoto que tiene lugar en la superficie. Se sentirá fatigado, su lengua se trabará un instante y al finalmente quitarse la sangre del rostro verá que Teseo ha arrojado lejos su espada para charlar un rato. Aunque el agua le quitará tales ideas enseguida, la persona a su lado en el vestuario de los visitantes es un rostro del pasado. Un pibe que ya es adulto y al que le comienza a aparecer una incipiente calvicie así que usa una boina para disimularla, además tiene el pase de los que trabajan en la prensa. El silencio será roto, ya no por el cuarto gol de Boca, sino por una pregunta que él no se podría imaginar:

—¿Te puedo hacer una entrevista para El Pionero de Bellavista?

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