Astillas forman el vidrio sobre
el retrato, otras personas las de esa imagen en un tiempo lejano. Un caballo
rojo corriendo en la primavera termina de quemar el prado que construyeron en
los primeros días, apenas dos flores sobreviven al incendio que se desató. Los
días mitigan la ausencia del cariño diluido en el mar, las fotografías se
parten y culminan de gastarse en un cajón de armario mientras el dolor cede. Tal
vez desde la distancia las cosas se ven simples, la misma que ahora calma el
bullir de las pasiones y las vuelve vapor que empieza a disiparse en las horas
de verano. El viaje juntos, al igual que tantas otras escenas, queda atrás y es
necesario reconstruir el jardín chamuscado. Un trabajo más sensible que el de
antaño, los pasos en falso se marcan sobre las cenizas en donde moran las
mejores dos obras de este acto de amarse y de aguantarse. La interrupción de
esa energía trae las consecuencias sabidas, bolsas de momentos que se tornan
tonos grises y blancos. Lo único a color son las vidas nuevas, una lección
silenciosa de la que se aprende y se pintan nuevos cuadros. Vida que genera
vidas, nuevos instantes usados de otra manera, presencias distintas se suman al
paisaje reconstruido. El resto es una reducción de errores, la obligación es
mayor que antes del fuego. La lluvia tarda en llegar, aunque cada tanto manda a
su heraldo a calmar la sed de la sal y finalmente los recibe en una especie de
cura que se administra en gotas. De los pequeños dedos sosteniendo una mano
gigante que equivale a la fuerza del mundo en el que vivo, pasando por el
rostro lleno de manchas diminutas que observa a esa vida buscando el agua
blanca para luego dormir, culminando en un sueño de cuatro que se comparte
ahora de una manera diferente. Tal vez los lazos resistan el tironeo al que son
sometidos en cada estación, pero el tren sin dudas ha de seguir recorriendo las
vías y levantando a su paso las viejas imágenes que forman un ayer distinto. El
hoy es algo diferente, los reproches deberían quedar lejos en tanto el trabajo
se concentra en lograr un ámbito igual o mejor para que en la primavera las
flores se eleven al cielo, buscando la caricia del sol. Sanadas las raíces la
labor yace concluida, las cuentas deben quedar en cero por difícil que esto sea
y dar un espacio de paz. Pasando a la única distracción posible, la de las
flores que se vuelven fuentes de otras semejantes sin las manchas del pasado. La
ventana libera la tensión entre las cuatro paredes, la brisa agita las cortinas anaranjadas y da
una vuelta sobre el caballo de acero, acariciando el rostro de una de las
hermanas. La otra se eleva en tanto mis días se curvan, viendo pedazos del
pasado en un presente infinito. No hay demasiadas fotos que cargar, la memoria
guarda momentos compartidos y eso es todo. El frío del invierno correspondiente
a la última visita se ha quedado lejos, cuestión de que el calor amortigüe el
impacto de tanto cambio. La regadera trae el verdor de regreso, de a poco se
cubren las manchas del incendio y en la noche fría vuelve a existir la tibieza.
Eso será todo, una paloma pasa victoriosa mientras el azul de la tinta invade
renglones vacíos y uno se hace a la idea. El paso de las estaciones asentará
las cenizas, en tanto vemos como los retoños siguen adelante afirmándose sobre
la tierra.
Cuaderno 1, 11ª
historia.
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