Laburante (para Lau)
El pibe cruza el patio calcinado por el sol de la una y media de la
tarde, sabiendo que una vez más debe emprender la misma senda de aquellos que
salen a mover el mundo yugándola. Cambiaron las denominaciones así que los antes
esclavos son ahora trabajadores, debidamente pagados según el sindicalista
gordo y barbudo que escucha el tintineo de sus arcas. Al chico esto no parece
importarle, no piensa siquiera en los casi cuarenta grados que caen sobre la
ciudad mientras recibe en el cambio de turno la consola de su nave de batalla:
el kiosco. Hay gente buena en este planeta y gente que se olvidó los modales al
otro lado del puente que separa al educado del bárbaro, aunque ellos crean que los
de afuera sean así y deban por ende servirles. Un tonto, de los que no falta,
se cuela siendo convertido en carne de los insultos de unos muchachos con los ánimos
exaltados. En los ratos libres escapa de la trampa galvanizada refugiándose por
un instante en la cercanía de los baños, la sombra y el viento que desde el mar
alivia el fragor de la batalla estival. Escucha la melodía del guardián de
dicho reducto que está bastante loco, siendo esta la única manera de tratar con
la falta de higiene de varios de los que concurren a los sanitarios. Regresa al
puesto, esta vez es una señora paquete que exige el combo completo en cuanto a
la compra. Únicamente le falta pedirle que le de la bebida en la boca mientras
también la abanica, llega un momento de la vida de ciertos individuos en él que
resultan inimputables incluso en las formas. Toca volver a casa llegada la
tarde y al fresco, saluda a los guardianes que se hacinan en sus uniformes y
reciben la indiferencia de los desviados. El pasillo lo recibe saboreando el
momento y consiente de que la rubia lo aguarda con su frescura interminable y
su espuma. Igual que el mar al atardecer.
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