Día 8: la brisa golpeaba ese rostro al montar la bicicleta sobre la calle cuyas piedras pequeñas se estrellaban contra los rayos del carruaje que ahora junta polvo en un rincón de la casa, las noches se siguen viendo estrelladas pero hay demasiado silencio incluso para este lugar que se precia de dicha cualidad. El móvil pasa al atardecer con la sirena enloquecida alumbrando un poco los costados, las almas no vagan fuera del cerco a excepción de algún que otro perro que sabe interpretar esa calma que se ha extendido como un manto sobre la tierra habitada pero temerosa. No hay bombas en el cielo, tan solo es otro ataque etéreo que se cobra nuevas vidas y pone en la fila a varios que parecían en un momento invulnerables, mensajes por doquier en la distancia que ya asusta un poco. Voces que se extrañan metidas vaya a saber uno dónde, esperando que oigan la advertencia en lugar de seguir por el camino de siempre que ahora yace abandonado agrietada un poco más la vereda. La loma en la que los pinos le marcan el territorio al asfalto, la diagonal bajo un sol que sigue dándote un abrazo en eso de abrasar y ellos tres que se han separado ahí por diciembre sin la oportunidad de deambular una vez más por allí. Tras esto la calle de arena, el consultorio con el cartel de advertencia por si alguno no se ha percatado del asunto, un teléfono que sirve en casos normales y el susurro entre los hilos de alambre del terreno baldío que ha comenzado a ser limpiado aunque los siguientes trabajos deberán esperar a que el capítulo termine. Vuelta a la casa, al lugar del que generalmente huimos por rutina o por voluntad propia, paredes que escuchan con atención esas palabras de aliento que vienen desde los rincones del cosmos y siguen flotando en la noche en la atmosfera de la paz que se ha instalado por vez primera en la tierra. Aunque la batalla, una de las tantas de esta guerra, se siga librando mientras los defensores tratan de que las grietas que han comenzado a aparecer no se vuelvan un desmoronamiento. Aguantar un poco, las manos que se encuentran lejos suman su esperanza a esa metáfora, deseando que el contador no ascienda demasiado deprisa porque sino vendrá el desborde del río sobre los valientes defensores. Anónimos ellos, posiblemente los hemos cruzado incontables veces pero nuestra atención estaba en la ida apresurada o la vuelta lenta cambiando juntos de colectivo a bondi para distanciarnos con apenas un par de cuadras, ciertos lugares frecuentamos sin conocernos nunca. Ahora las vidas que penden de un hilo llamado incertidumbre son puestas bajo su ala protectora, los rectángulos de los alambrados rodean la construcción que acusa un lustro desde la inauguración y el postigo se da de bruces contra la pared a la que el pasto recién cortado manchó en señal de protesta. Sangre verde, si fueras la única que se derramara sería todo más sencillo.
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