El embajador llegó en un carro blanco y dorado, tirado por finos corceles.
Se bajó apurado, con aires de superioridad y la nariz fruncida. Quería irse
rápido, no soportaba a estos bárbaros.
Su olor lo ofendía
amaba el perfume
y la seda fina.
También las intrigas.
Miró el campamento,
allí improvisado
para la reunión.
Había mucho cuero,
la verde hierva
(qué era tan vulgar)
y nardos salvajes,
por todo el lugar.
El taurino esperaba
sentado en el suelo
mascando una brizna
de trigo tierno.
Estaba distraído,
miraba hacia el cielo.
El embajador
sólo pensó esto,
va a ser bien rápido,
demandar, demandar.
Que sólo estos brutos
van a aceptar.
Después de todo
él era tan magnífico,
gran orador
y nieto del hijo
del tercer sucesor
del emperador.
Llamó la atención,
habló y demandó,
pidió y exigió
agitando su índice.
Bla, bla, bla, bla
y por un momento
se emborrachó.
Embelesado
por su propia voz.
Tan maravilloso
exigió y pidió
a todos deslumbró.
Y satisfecho de sí
aún más se amó.
Pensó en la gloria
aplausos y faldas
qué tan alto ser,
una vez en su casa,
iba a merecer.
Sería famoso,
aclamado,
exitoso.
Le darían honor,
de nobles favor
y también carne
sin sujetador.
El taurino se levantó despacio, un poco fastidiado se rascó la cabeza y
suspiró. Casi sin querer lo aplastó con su mazo. El embajador solo hizo un
suave "plaf", entonces el taurino habló:
"La guerra es mejor".
Después despachurró a los escoltas del dignatario acartonado y se fue
silbando.
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