Sobre las ruinas de nuestras ciudades levantaron sus monumentos y desde ellos nos adoctrinaron para que sirvamos a otra esfinge, debiendo tributarles con metal dorado para que nos mantuvieran vivos en el yugo de nuestras miserias.
Perdimos la memoria de lo que eramos reemplazándola por constantes sufrimientos, tan solo la calzada de piedra conservaba algo de los recuerdos de la época en la que le rendíamos culto a la Madre Tierra.
Pero una noche el nuevo gobernador fue degollado, sus hombres buscaron en vano hasta el amanecer. Allí se les reveló que un campesino había visto al posible perpetrador dirigirse hacia la casa de la víctima y luego huir de regreso a la selva.
Las huellas los llevaron hacia los restos de las afueras de la vieja ciudad, allí se alzaba el templo del Dios Murciélago. Ninguno de ellos volvió con vida, cada vez que algún invasor se acercaba demasiado a ese lugar corría la misma suerte.
Cada vez que la injusticia se tornaba imposible de soportar, aparecían los cuerpos mutilados de quienes eran un mal enquistado en esta tierra. O simplemente desaparecían en el fondo de un cenote.
El Camazote se ocupaba de todos ellos.
Si Bruno Diáz fuera latino, sería el Camazote.
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