No hay armas de destrucción masiva, no hay disparos ni heridas que sangren, sólo es el hambre. El manejo de recursos por parte de los poderosos, como si fuera el control de un área en forma estratégica, es la nueva bomba atómica.
Tanta hipocresía esconde el hecho de que a los poderosos no les interesa terminar con la pobreza, está no es sino una de las dos caras del espejo: la que encierra el hecho de que con las muertes generadas por hambre se mantiene la densidad demográfica en determinado nivel y de esta forma los recursos se destinan a unos pocos.
Sino ya no habría pobres en el mundo, bastaría con que quienes manejan la distribución cedieran parte de lo que tienen y terminaríamos con el flagelo. Sin embargo, quitarle a alguien lo que su territorio le otorga es una manera cruel de depredación, mientras se los mantiene hundidos en la indiferencia y los caminos se siguen llenando de fosas comunes.
La otra cara del espejo es la hipocresía del que tiene lo necesario y por lo tanto le importa poco lo que les pase a sus congéneres, cuantas veces nos llenamos la boca con “pobre gente, no tienen dónde vivir o que comer” pero sin embargo fuera de las llamadas áreas civilizadas existen personas pobres, que viven en “casas” que no son tal cosa, que no tienen acceso a un trabajo digno y por lo tanto se crean generaciones de indigentes.
Viendo que esto se repite en otras partes del mundo, complicidad local de por medio, es fácil llegar a la conclusión que las políticas implementadas a nivel mundial obedecen a un plan sistemático cuya única finalidad es asegurar la supervivencia de los poderosos en desmedro del resto: los pobres.
El resto de las instituciones, sobre todo las más antiguas, se han beneficiado con todo esto y simplemente muestran la otra cara de la moneda: hay que combatir la pobreza pero no sus causas.
Tanta opulencia contrasta con la humildad del hijo de un carpintero.