Un vasto universo azul - Parte II
El
aroma del mar le trajo recuerdos que esperaban ser activados por una emoción
parecida, enroscando el vaso térmico antes de iniciar su caminata por la playa
desierta con el can acompañándolo a sus anchas dado que no había correa que lo
detuviera. Lo había encontrado metido en el cuarto destinado para los residuos
una noche en la que desvelado recordó que olvidó una de sus tareas diarias,
podría simplemente haber abierto la puerta de entrada y dejarlo que volviera a
sus miserias pero no fue así. Ahora estaban muy lejos de la ciudad, caminando
frente a un imponente océano que era llamado mar por una cuestión de propiedad
inexistente. Los guardavidas ya se encontraban en el puesto sin bañistas a la
vista y él no rompería con dicha estadística ya que no pretendía meterse entre
aquellas olas calmadas. Hacía frío, un poco de viento le agitaba los cabellos
que se mantenían flameando sobre su cabeza bastante despoblada ya aunque la
verdad únicamente era el paso inevitable del tiempo. Le arrojó al perro el
juguete que había recogido subiendo la cuesta, antes de toparse con la alfombra
extendida previa a la orilla mojándose los pies, el cuello, las muñecas y la
cabeza. Lamió de sus dedos la sal que allí se depositó culminando con el acto litúrgico
emprendiendo entonces el recorrido y dejando las huellas en la arena mojada que
lentamente eran borradas por las olas que en una carrera interminable llegaban
a la costa. Observó los médanos, los puestos de vigilancia de los sujetos
vestidos de rojo, la calva reluciente de uno de ellos y pensó seriamente en
raparse de una buena vez para evitar la asimetría. Se detuvo frente a la mole
oscurecida, unificada por las mareas que la golpearon como a un yunque hasta
que quedó reducida algo semejante a una roca. Las cenizas de su padre yacían en
aquel sitio, mezcladas con las de sus vecinos con los que compartió varias
estaciones aunque por lo general sería el verano y las artesanías las que
traerían a la mayoría a estas tierras en donde el campo se detiene frente a su
par inmensamente celeste. Reanudó la marcha silbando canciones que formaban la
cortina musical de su vida, atrapado por las maravillas del celuloide y por una
catarata de recuerdos que no tenían un arcón en donde guardarse más que en sus
emociones. Contemplo la compuerta del túnel cerrada, aunque no era extraño dada
la tendencia de turistas y residentes a cortar camino por allí, como si
penetraran en las fauces de una bestia hasta que fuera demasiado tarde. Siguió
hasta que la cadena de médanos dio paso al arroyo y la albufera, recordando
algún rescate en aquel hilo de agua siendo que siempre hubo desprevenidos que
se toparon de pronto con este dándose cuenta tarde del riesgo. Ya la marea
dibujaba una olla sobre la playa mojándose los pies por última vez, entonces
fue cuando lo vio quedando paralizado del espectáculo que se desarrollaba. El
agua se elevaba muy por encima de su cabeza sintiendo que la arena se deslizaba
hacía aquel horrendo torbellino sin posibilidad de emitir sonido alguno.
El
ladrido del perro lo sacó del trance, a la vez que la dentellada hacía que se
moviera mientras el can se adelantaba a él interponiéndose entre el elemental
abisal y Gabriel, viendo aquellos ojos oscuros que se cerraron ante aquel
cuadro. Apenas un montón de lluvia los cubrió retornando el paisaje a su estado
anterior, quedando el testigo desmoronado sobre la playa cuya fisonomía se
mostraba inalterada. Luego, lentamente, con la herida ya cerrada se fue sin
mirar atrás no prestando atención a lo caliente del suelo que pisaba y
poniéndose el calzado al sentir la tosca bajo su humanidad.
Oteó
desde el atalaya los alrededores de la población la noche previa a irse hacia
la ciudad, a su lado el perro levantaba el hocico buscando un olor conocido en
el viento para después dormir en aquel colchón que emitía un sonido parecido al
tergopol. Gabriel miró por última vez al mar en completa tranquilidad emitiendo
un leve susurro y a la luz del farol en el este recorriendo las olas antes de
girar una vez más. El miedo había muerto en la playa bajo la mirada del
monstruo que se desvaneció dejándolo en paz finalmente, así que desandó el
camino notando una vez más lo crecido que estaba aquel coloso cuyos granos se
deslizaban cada vez más lejos del mar.
En la playa una docena de personas reían en torno a la hoguera alimentada con tamariscos secos que eran relevados para siempre de su función de pastores de granos, amontonadas a un lado las latas estrujadas una vez que la espuma únicamente quedó en el fondo del recipiente. La luna llena se posaba sobre sus cabezas, alguna gaviota lanzaba su graznido en medio de la oscuridad yendo en dirección hacia los surcos recién abiertos apartada de la bandada que partió más temprano. La arena quedó recubierta de los restos de la cena siendo estos movidos por el viento que las olas produjeron al desplazarse masivamente sobre sus víctimas, que apenas alcanzaron a mirar en dirección a su perdición. La luna se apagó un instante al caer el gigantesco elemental sobre los profanadores, extinguiendo el fuego de sus vidas para que la mugre únicamente quedara como prueba de que existieron. Depositada al otro lado de la pendiente de los médanos como señal de que ellos no son suficiente defensa cuando el mar finalmente s
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