Un vasto universo azul - Parte I

 La primera de las olas llegó convertida en una onda semejante a las que surgían en los charcos cuando recubiertos de hielo eran explotados por diversos meteoros, todos ellos salidos de aquellas mentes pequeñas que iban rumbo a la escuela cerca de las ocho de la mañana con el frío que se metía entre los pliegues de la ropa que portaban y que sería desparramada sobre el respaldo del pupitre y en los hombros una vez que los liberaban, para retornar a casa pasando por el espejo roto en donde las hojas de los eucaliptos se acumulaban dándole un tono anaranjado. Al caer el verano en todo su fragor, cruzaban los médanos que como viejos guardianes custodiaban al pueblo en las horas de la noche en las que el mar rugía y se topaban con el espectáculo. El desierto de arena como la última prueba antes de las frías aguas que le quitarían el ardor al menos de la piel y cuyos brazos hídricos los recibirían de la misma forma que una madre al regresar al hogar. Las ojotas en las manos y a correr por sobre los granos de silicio que ardían bajo aquel astro inclemente como pocos y se zambullían en la espuma que era levantada por el viento del este, marcado por el sol al amanecer y por el solitario faro en el crepúsculo. 

Después los proyectiles impulsados por la brisa les mutilaban los tobillos hasta que simplemente se secaban y ya los impactos no se sentían, se iba un día más con el globo anaranjado hundiéndose en el horizonte y la luna emergiendo roja con la correspondiente aparición de los mosquitos que los forzaban a irse de la playa. Gabriel daba una última mirada a la masa de agua que formaba el unísono con la noche y el cielo, antes de trepar la cima que daba a la Avenida del Viejo Marino y a la tosca bajo los pies en tanto las luciérnagas mostraban el camino de vuelta a Los Álamos. Así se sucedían las tardes del estío que era esperado con ansiedad, siendo que el resto del año el pueblo caía en un letargo para como batracios emerger a la vida cuando los peregrinos de la ciudad venían a curar su locura entre el oleaje. En las noches del invierno sentía el llamado de la masa de agua que lo esperaba con la paciencia de los que saben que aquel que yace ausente volverá un buen día, con las sienes pobladas de canas en el mejor de los casos o bien un desierto sobre él que la luz de la mañana brille. Un verano más, los guardavidas que marcaban el área de salvataje con la cartelería indicado el final de la zona de baño que en la afluencia de personas poco les importaba a los miembros del grupo de pibes que no se frenaban un instante a observar los restos de un viejo naufragio. Excepto uno, que se alejaba de aquella zona manteniéndose a la izquierda de la chimenea de la embarcación a la que el trabajo laborioso de la marea había convertido en una masa oscura. Se quedó cerca de la orilla aunque pronto dejaría de lado las precauciones del caso ante el oleaje tranquilo, sintiendo el tirón de la correntada lo que le implicaba hacer fuerza en el sentido contrario. En un instante sus pies no tocaron el lecho marino siendo arrastrado por una mano colosal que jalaba de sus hombros dirigiéndolo hacia la vorágine, entonces una fuerza equivalente traducida en el brazo de la mujer que se hallaba nadando allí cerca contrarrestó la tragedia inminente y lo obligó a salir a la orilla. Cuando el susto pasó contempló a la masa de agua cuya vastedad le resultó ominosa y se alejó de allí con el temor ya instalado en su ser ocultándolo a la vista del mundo, dado que debía rendir el examen de valentía cada día de su vida.

En el otoño trotaba sobre las dunas con los borceguíes obligándolo a hacer más fuerza, pasando por sobre el túnel submedanal que era nuevo aunque enseguida el viento se ocupó de que el paisaje recuperara su fisonomía echándole a aquella garganta el peso de las décadas. Trotaba hasta el arroyo que servía de límite natural y entonces regresaba sobre la arena mojada con el mar calmado en la mañana, siempre con la sensación de que algo lo observaba desde las profundidades de manera que aceleraba el paso hasta trepar a la seguridad de los guardianes que fingían dormir. En algún resquicio de su mente quedaba flotando la idea de haber sentido algo más que la fuerza de un canal tirándolo hacía la zona del hundimiento de aquel barco vuelto un refugio de mejillones. La misma que en ocasiones hacía que los bancos de arena se partieran en dos llevándose a más de un pescador en una inversión irónica de los roles, a juzgar por las placas en el monolito que descansaba al reparo de las torres de arena. Mudaría la piel hasta perder la vergüenza y le contaría finalmente a su psicoanalista sobre la pesadilla que se repetía, con el mar viniendo a cubrir el pueblo y así todos eran engullidos por la sombra cuyos colmillos brillaban, teñidas de rojo las aguas que se retiraban dejando una catástrofe en la costa y un profundo silencio.

—Talasofobia.

—¿Fobia al mar?

—No, miedo extremo a los cuerpos de agua profunda, no así miedo al agua.

—Casi me engulle.

—Es una neurosis.

—La mujer que me salvó se llamaba Hela.

—Conveniente el nombre.

—Sí, lo sé.

—Pero la sesión se ha terminado

Tomó el ascensor que lo depositó en la entrada, una vez descendidos los siete pisos, respirando en una bocanada el aire frío de la noche aunque de limpio tenía poco y se fue calles abajo hasta el café cuya atmosfera le embriagó los sentidos. Era viernes, un buen momento para escaparse del servicio de call center y del bodrio que implicaba estar escuchando los problemas de los demás sabiendo que el servicio era deficiente. Se bebió un café doble, nada de alcohol ya que en el departamento sombrío lo aguardaba el lienzo presto para ser invadido por los colores. Los paisajes atlánticos se repetían con playas crespadas y en paz, lunas embriagadas que reemplazaban a soles cansados, brazos perdidos entre el vasto universo azul y muchas sombras en las profundidades. Luego dormía para tener una pesadilla que se acentuó con los años que le cayeron encima como aquellos granos cubriendo el techo del viejo túnel que emulaba a una garganta abierta en la arena. Estaba sentado sobre el médano más alto que conocía, oteando las casitas que se levantaban en los alrededores mostrando la expansión inevitable de las poblaciones una vez que los prófugos de las urbes las descubren y tiene la misma idea. Los restos de una fogata yacían unos pasos más abajo en la depresión surcada de huellas de motocicletas que a veces encontraban a algún turista tomando el sol y culminaba con estos últimos lesionados. Miró hacía el este aunque faltaba para que el faro comenzará con su labor, dirigiendo entonces la atención al espejo azul y al horror que se alzaba elevando más y más las aguas. La playa despareció, el desierto ardiente se volvió oscuro y las dunas fueron tragadas por aquella masa de agua en cuyo centro se erguía la figura colosal extendiendo los brazos azules. Antes de ser tragado por la vorágine tuvo conciencia de que los tamariscos danzaban con sus raíces sin poder asirse, quebrándose en la oscuridad que lo rodeaba en cuyo centro el titiritero y él se encontraban luego de cuatro décadas y media. El último registró de su mente antes de morir fue él de la casa de sus padres siendo desdibujada por el sunami, extendiendo sus manos para pasar a centímetros del tejado que se perdió en las penumbras.

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