miércoles

D10

A esa imagen en blanco y negro en un potrero cualquiera dónde sea que alguno se tome la molestia de hacer rodar al balón, con las camisetas de diversos tonos y blasones unidos por un puñado de letras cuya pronunciación alcanza cual eco cualquier recoveco incluso en sitios tan diferentes, pero en los que la lengua de ese ajedrez de movimientos continuos se ha instalado. Las escenas que quedan tras el último concierto son una alternancia de blanco y negro, con alguna pincelada celeste y blanca entre tantas camisetas amarillas soltando al ave de presa que hace trastabillar al cancerbero de verde, incrustando la perla en la red de un estadio italiano. De idas y vueltas entre amores y odios que no terminan de ponerse de acuerdo yace la persona, el ser cuya existencia se deshace en esta época de pérdidas profundas en la que aquello que hemos querido se empieza a quebrar en millones de pedazos cómo ese cristal cuyas líneas llevan a los infiernos. A los profundos pozos en los que la persona cae al pasar de las privaciones en su máxima expresión a la plenitud del éxito y del fracaso, el oxímoron que no puede dejar de presentarse en tanto seamos sangre, huesos y carne. El niño con la inocencia reflejada en la mirada habla a través del tiempo para luego volverse una sucesión de viñetas a color con una función de sábado en la que dice adiós, aunque no se haya ido del campo de juego jamás y ello lo lleva de regreso a esa llanura verde en la que seguir librando la batalla. Hasta el último momento excediendo cualquier ideología, algo bastante extraño en este tiempo de despedidas, volviéndose más que una leyenda al abandonar esa prisión que se ajó lo suficiente. Maradona es una metáfora de las luces y las sombras del ser humano, de esa gloria esquiva para muchos y las miserias siempre presentes. No hay forma de tener una cosa sin la otra en el caso de él, aunque todo ello queda de lado reduciéndose a una corrida fantástica desde atrás del círculo central.

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