Viajo, ¿acaso no es lo de siempre? Pasan las
estaciones al igual que la noche sucede al día y el farol de plata pende de un
hilo, se balancea sobre el mar como una luz trémula en la noche apacible. La
brisa dibuja monstruos con el humo que cruza, en la oscuridad el verde cazador
da cuenta de los chupasangres y apenas se mecen las cañas. Luego vendrá el
silencio de la casa, los sueños extraños y la respiración suave hasta que el
frío de la madrugada nos saque de la comodidad. Vuelta a la escena, un boleto
más con idéntico destino tan sólo alterado por los rostros de los demás
viajeros. Las hormigas se mudan sobre la cinta azul que se pierde en la
lejanía, apenas un par de balizas naranjas detienen el andar pidiéndole al
mundo que se aparte ante la comitiva real que viene a exigir los privilegios
del estío. Después la nada, las líneas blancas desaparecen como un registro que
se borra para no recordar que la escena suena a repetida. Las filas estarán
vacías en el otoño, dejando de agolparse en las dársenas en las que quedarán
las marcas de sus pasos apiladas en los contenedores que se vacían una vez al
día permitiendo que en la siguiente jornada no suene tan trillado. Apenas un
recuerdo vago de esos dos niños que cruzaron por el hueco del alambrado para
poder alcanzar los juegos de madera, desgastados igual que la estación que esta
noche yace vacía. Las luces que se apagan, los trabajadores que se marchan, el
colectivo aguardando al último estudiante que desciende para luego irse con un solitario
pasajero al otro faro que está llamando desde lejos. La postal del invierno que
aparece nuevamente a la venta en alguno de esos locales de recuerdos, variando
tanto menos que el tique de acceso al último bondi rumbo a la ría.
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