El capitán orco de la selección de lanzadores de rocas, deporte semejante al rugby excepto por carecer completamente de reglas, se dirigió hacia el altar en el centro de aquel asteroide desde el que a fuerza de cascotazos lograron dominar el cuadrante asignado de forma totalmente aleatoria ante la explosión de su mundo natal luego de que una disputa entre clanes no pudiera solucionarse de otra forma que no fuera a los golpes. Alguno le dio de lleno con el hacha al polvorín principal que venían almacenando con miras a darle impulso a su catapulta intentando llegar a esa estrella diminuta en la que creían estaba Grokk, el forjador del universo rojo y árido en él que lo único verde eran esos seres que ya habían conquistado cada palmo del planeta. Dejó la ofrenda al pie de la deforme escultura observando esos dos ojos que refulgían sobre el rostro tétrico, sintiendo una sensación de vacío total al tiempo que era engullido por la presencia que permanecía atrapada tras esa dimensión pétrea para devolver apenas los huesos petrificados que continuaron agrandando el osario. El grito de júbilo cundió entre las filas de los ejércitos vencedores, coronando a un nuevo jefe de guerra que zarpó enseguida con un puñado de elite en el primer asteroide que les pasó cerca, dirigiéndose a jugar el clásico en la mismísima Gimli que resplandecía en esa noche eterna aunque cada tanto la divinidad con nombre de martillo hacía sonar su mazo rasgando la bóveda en un fenómeno que los moradores de las montañas entendían como buena señal. Borrados ambos soles de un manotazo, la luna no daba la cara, la noche se cubría de refucilos que generaban los versos de los bardos acerca del día que no llegaba nunca, de los invasores de piel verde siendo mantenidos a raya a cuenta de unas cuantas descargas y de ese eterno héroe que desde la cima observa el horizonte buscando a algún mago perdido. Luego la bocanada, la respuesta de una chimenea allá abajo en el calor del hogar que duerme todavía en la estación del invierno aunque en la brisa nocturna se puede percibir a algún heraldo de aquella que viene despacio haciendo que el hielo se vuelva lágrima y con ello florece el fresno en él que descansa sin saberlo un mundo demasiado confiado.
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