Soñé, aunque no siempre hace falta estar dormido para ello,
el mundo era un inmenso estadio de fútbol y sus protagonistas
vestían de rojo o de azul, así las cosas se dividían en forma
irreconciliable como si una aún más extraña fuerza marcara
que las cosas debían seguir esos derroteros.
El arbitro se asemejaba a muchos de los que deben impartir justicia,
falsa forma de llamar a algo justo e imparcial cuando se empecinaba
en cortar el juego cada vez que encontraba uno de esos billetes
de un millón en el campo de juego. De qué parte de la tribuna venían
no importaba, era suficientemente milagroso encontrarlos
y dado que se trataba de una transmisión gratuita no tributaban,
otra utopía onírica ante los hechos reales.
Al final el juego terminaba empatado, las disputas continuaban
en las gradas en lo que no era otra cosa más que una sociedad
dividida mientras los de abajo eran aclamados por unos cuantos
flashes aduladores y elevados a la condición de dioses.
Cuando el campo de juego yacía vacío empezaba la desconcentración
de la masa bárbara, mediante el conocido método de desalojo forzoso
o garrote vil de parte de la otra porción marginal de la comunidad,
ancho de basto puesto a disposición del poder de turno
que vivía de las miserias de este o de algo de lo que sobraba
en la repartija de excesos y pobreza legalizada.
Al final todos convergían en el Honky Tonk, un bar de mala
reputación atendido por el viejo Ian, quien sin más trámites
les aportaba suficiente de eso llamado Alma para mantenerlos
felices y ver como todos ellos, arbitro, jugadores, dirigentes,
cuerpos de seguridad, aduladores y alguno que andaba en campaña
se juntaban mientras afuera los hinchas seguían peleándose
sin sentido alguno.
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