Amanece, con eso debería bastar. Ver la
luz de un nuevo día en algún lugar de nuestra existencia, pero a veces esto no
es suficiente. O al menos no lo es para la mayoría de los que estamos tratando
de resolver alguna cuestión mundana.
Cuando finalmente nos damos cuenta de
eso es demasiado tarde o como quien dice, ha pasado demasiada agua bajo el
puente. Así están las cosas en esa urbe gigante, mezcla de frenesí y de locura,
en verano el pavimento hornea nuestras existencias pero en invierno anhelamos
la época estival.
Dormimos poco, hipotecamos sueños, carajeamos
a nuestro adversario de turno: uno que es demasiado lento para pasar los
cambios, otro que trata de cruzar por esa senda blanca mientras estamos apurados,
aquel que se olvidó de pasarme a buscar para jugar el picado, las seis de la
tarde que no llega más y encima el sábado tendremos que acomodar el papelerío
atrasado.
Siempre desde atrás, ese fulano nuevo
que se hizo echar el domingo, el más religioso de todos los días en el que
disputábamos el clásico contra nuestro eterno enemigo. No hay rivales acá,
tampoco amigos, desde ese pitazo fatídico somos enemigos declarados. Ya habrá
tiempo para recomponer las relaciones en medio de la trituradora de vidas que
es esa oficina en donde pasamos la mayor parte del día.
No tengo porque quejarme, todo lo que
necesito y quiero me ha sido provisto, muchos pasan demasiado tiempo quejándose
de todo y de la mayoría de las cosas que les toca vivir. A la noche sólo quiero
un pequeño rincón en medio de la vorágine gris llamada ciudad, en donde entonar
mis canciones y escribir alguna que otra anécdota que subir a esa cosa vetusta
llamada blog.
Antes no existía eso, en la época de la
pantalla negra y las letras todo era una maravilla tal vez por el hecho de que
era nuevo y nosotros jóvenes. ¿Nosotros?.
¿Qué era eso?, ¿por qué de pronto la
nostalgia Flores?, ¿desde cuándo usted se preocupa por esa clase de cosas?. Acostumbrado a vivir
en la jungla asfaltada, en medio de millones de personas que tienen algo en
común: desconocerse mutuamente.
A las 23:00 hs de un lunes, el peor de
todos los días y tan sólo porque el sábado era un bálsamo curativo que
alcanzaba para curar ciertas heridas, aunque terminaba siendo corto. El lunes
tenía la culpa, podría haber sido un domingo en la tarde, lluvioso y
melancólico. Pero no, fue el primer día de esa cosa demencial llamada semana.
El lunes era el grifo que dejaba pasar
el gas con el que se nos alimentaba de chicos, había que acostumbrarse a eso de
las reglas impuestas para socializar: a la escuela, a clase, a casa, a hacer la
tarea.
Un asesino silencioso, el lunes marca el
comienzo de todas esas cosas y las ovejitas llamadas humanos obedecían como
unidos por un hilo invisible. Hora de cumplir con todos los compromisos
pactados por esa organización secreta a la que pertenecemos sin saberlo, el
resto creo que también lo ignora. La sociedad ha puesto al lunes como heraldo
de sus normas de conducta, ahí está al comienzo de ese ciclo demoledor de siete
días aunque nos hagan creer que son únicamente cinco. Los otros dos días
existen para recordarnos que las cadenas contraídas desde la niñez siguen
firmes.
Podría escapar, huir, dejar a un lado
todo lo que me rodea. Pero el reloj seguiría corriendo, incluso en el
kilometraje de la bestia con que cada tanto me largo a la costa recordaría que
hay compromisos. Y esa es la trampa de los lunes, anuncian lo inevitable no sea
cosa que se nos olvide que debemos servir a un interés mayor al que no llegamos
a comprender.
Peor es el garrote o vivir entre
caníbales, cambiamos taparrabos por sacos y corbatas, torturas y suplicios por
impuestos, reglas impuestas a la fuerza por reglas o la fuerza para
recordarlas. Y el lunes tiene la culpa de recordárnoslo.
Pero me he ido por las ramas, como en
tantas otras ocasiones y debo volver al comienzo de esto: ¿nosotros?.
Encontré una vieja foto de la
secundaria, ahí empezó todo esto. Una foto, ¿se acuerdan de lo que era eso?,
papel tangible o algo parecido. No había forma de corregir imperfecciones, quedaba
todo plasmado en la celulosa, incluso nuestros rostros alegres.
Alguien se había tomado el trabajo de
revelarla, tal vez mis viejos o alguno de esos oportunistas llamados fotógrafos
de eventos. Alguno de los dos, sin dudas, aunque últimamente no puedo recordar
las cosas como antes. Y eso que he sido una máquina de coleccionar anécdotas o
datos que no me terminan sirviendo a la hora de resolver un problema tan simple
como el atasco en la cola de impresión.
Éramos veinte en las fotos, de pronto mi
rincón se evaporó y me encontré allí. En el gimnasio donde formábamos, mezcla
de salón de usos múltiples y sala de torturas, sobre todo a las 7:30 hs. en
medio del invierno. Los rostros sonreían, congelados en el tiempo, nos veíamos
tan jóvenes y llenos de esperanzas. Las únicas arrugas en esos rostros eran las
de la foto que se había desgastado, aparte estuvo doblada durante demasiado
tiempo y algunas caras se veían surcadas por una línea blanca.
De pronto volví a ese lugar, un 20 de
diciembre de 1997, podía ver tantos rostros familiares pero me tomaría un
tiempo recordar los nombres.
En eso el Chueco me sacó de mi
ensimismamiento, vi su cara pecosa y mi protesta se ahogó en medio de todas
esas personas hablando juntas. La directora quedó atrás, también el profesor de
historia y la maestra de esa cosa extraña llamada matemática.
_Lo encontré clamó el Chueco, dejándome
solo frente a la asamblea de egresados que me escrutó impiadosa. Siempre el
mismo boludo, en lugar de sacarte una foto con nosotros te vas a ver ese
boletín de mierda. El mundo no va a cambiar por una nota más o una nota menos.
Tal vez para él no, pero yo no vivía en
medio del pueblo sino en las afueras. A unos diez kilómetros y todos los días
tenía que salir muy temprano para poder llegar al Instituto.
La artífice de esa odisea era mi vieja,
sana o enferma nos armaba las mochilas a mi hermano y a mí para que no nos
faltara nada, luego esperaba a que pasara el colectivo manejado por Manolo y
sentíamos como trancaba la puerta. Las bestias de la noche debían quedarse
fuera, los niños a la escuela.
Así fue durante cinco largos años,
incluso más adelante extrañaría esa calidez que quedaba en nosotros cuando nos
daba el primer y último beso de despedida. La niebla se engulló a mi hermano,
me encontré solo en medio del corazón de esa bestia que surcaba la noche por un
camino de tosca.
Las ventanas se abrían con un traqueteo,
el polvo del camino cubría los uniformes dejándolos grises como las caras en
esa imagen. El frío nos cortaba la nariz, lo único que sobresalía de la bufanda
tejida a mano por ese ser omnipresente llamado madre. Tal vez teníamos esa
creencia de que todo lo podía, pero sobre todo por el hecho de que el viejo
estaba siempre saliendo al medio del campo a resolver las extrañas
interrupciones del servicio eléctrico producto de esa especie aún más rara
llamada avutarda.
El frío nos hacía desear la vuelta a
casa, la salamandra, el olor a eucaliptos que se desprendía de una lata de
conservas reciclada y colocada encima de la estufa.
Volviendo de otro divague, yo no podía
darme el lujo de que las notas reflejarán otra cosa que no sea aprobar. Así que
ahí estaba con esa sentencia de fin de curso, dos a marzo y una aprobada de
manera casi milagrosa.
Pero por ese motivo me perdí la foto, el
Chueco tenía toda la razón del mundo. Su acusación me perseguiría por el curso
de los tiempos como una maldición. Ahora, peor que entonces, no podía recordar
todos los nombres.
Ese era el nosotros que estaba buscando,
el porqué de todo esto, la imagen reflejaba apenas un momento de nuestras
existencias. Luego la diáspora, el auto alejándose en la oscuridad, el
boulevard que quedaba atrás, la curva de la herrería vieja y ya estábamos cerca
de casa.
¿Casa, dónde te has quedado?. A esto
llamo mi casa pero en éste maldito lunes me parece que no es aquel lugar. Nada
peor que sentirse extraño en un lugar conocido, pero peor aún encontrar un
casete de la vieja banda de rock de nuestra adolescencia.
¿Adolecíamos de algo que nos llamaron
así o era una forma de limitarnos?, seguro la segunda opción. Volviendo a lo de
la banda de rock, aunque después hicieron blues, se llamaba Ruta 3.
Precisamente porque a unos cincuenta
kilómetros pasaba esa artería que se pierde allá en el sur. Y en la etiqueta se
podía ver el nombre del disco: “Blanco y Negro”. Una alusión al querido club de
fútbol, club social, lugar de encuentro, de historias, de fichas que se trababan
en las máquinas de videojuegos llamadas arcades.
La banda se componía de varios que
estaban en la foto, pero no podía recordar la formación, el lunes se empeñaba
en borrar mi memoria y ese viejo grabador en triturar la cinta que recién
encontré.
No era mi día por lo visto, sería mejor
irme a dormir luego de tomar alguna de esas gotas milagrosas que me permitiría
sumirme en un profundo estado onírico.
Creo que si veo hacia atrás, he estado
en ese trance durante demasiado tiempo y ahora lo que es realmente importante
no es más que una lista de trabajo pendiente. Estoy demasiado cansado para
poder analizar algo tan profundo, Teo duerme enroscado sobre el sillón, las
sirenas no cesan nunca en esta ciudad, la canilla gotea su protesta ambiental
habitual, la pareja de abajo discute como tantas otras noches.
De pronto, al igual que cada mañana de
los 13 a los 17 años, la niebla en otra forma me ha cubierto y lo único que
siento es paz. La añoranza ha sido desalojada, hasta la siguiente noche de
tragos y recuerdos.
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