Eran las 5:00 o las 5:15, madre nos dejaba dormir un rato más, hasta que obligados por una fuerza descomunal dejábamos el lecho caliente y nos recibía la helada mañana invernal.
Aún no había empezado a aclarar, los gallos se guardan en la hora más oscura antes del amanecer, pero aun así a las 6:15 el monstruo venía cortando la niebla.
Dos gruesos faroles cercenando la helada, el mar sonaba omnipresente al otro lado del muro de arena, el humo del motor se colaba en la noche.
Todo se sacudía dentro de la bestia, las ventanas con el traqueteo se abrían y la noche invernal nos golpeaba, mientras atrás quedaba la arboleda, la laguna, la vieja herrería y el lugar del reposo de nuestros seres queridos.
Las luces de Copetonas nos atraían en medio del alba que comenzaba a ganarle a la oscuridad y así durante cinco años, cinco veces a la semana, el Almafuerte nos formaba.
Ahora el viejo Carcarañá corre raudo a través del cielo, justo en una curva en donde el sol y el viento se juntan Manolo clava los frenos viendo como el océano se engulle la enorme bola de fuego.
Nota: durante toda la Secundaria viajé en colectivo, 30 kilómetros por un camino de tosca con frío, lluvia, calor y varias inclemencias más.
Mi madre nos despertaba temprano, se aseguraba que tuviéramos todo lo necesario y esperaba a que llegara el viejo Mercedes verde conducido precisamente por Manolo.
Inicialmente viajábamos en un modelo similar color marrón claro, guiado por el viejo Ricardo Díaz. Tanto Manolo como él han partido hace un tiempo, aunque como tantas otras cosas su recuerdo perdura.
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