En la tempestad
Texto remitido al Concurso Literario 2025 del Colegio Santa María de Pehuajó, Provincia de Buenos Aires, recibiendo la Mención Especial en la Categoría D: Adultos, en la semana posterior al 12710/2025.
La niebla apareció una vez que la Llanura Pampeana
comenzó con su declive interminable, tornándose cada vez más espesa en la
medida que avanzaban sobre el terreno.
En algún lugar de dicha cortina de agua la hermana menor comenzó a
dormirse hasta desvanecerse por completo sobre la grupa del viejo huargo, que
les fue regalado un mes de diciembre ya lejano. En lo alto los truenos se
presentaban como los heraldos de la borrasca que se venía demorando desde hacía
un lustro, la tierra había sido apenas manchada por la bruma que se extendía
más allá de donde la vista alcanzaba. El horizonte se fugó en un instante
desapareciendo con él la luz del alba y del crepúsculo, hasta tornarse jirones
de una fuerza que se negaba a ser desterrada así simplemente. Durmieron aquella
primera noche apretujados los tres, la más pequeña daba únicamente la señal de
estar sumida en un sueño laberíntico del que no saldría a menos que se topara
con el ovillo de hilo abandonado por el único que escapó de aquella trampa. La
mañana vino como un resplandor tenue a sacar a la mayor de los pocos momentos
de descanso, jalando de la rienda del animal peludo que se quitó de encima la
modorra sacudiéndose. Retomaron el viaje, siempre cuesta abajo, hasta toparse
con las charcas que la niebla creaba cargando así la vieja cantimplora que su
abuelo usaba cuando tenía la edad de ella. La durmiente se había cambiado de
lado para continuar en el trance resultando las pisadas de la bestia en él
único sonido que llegaba hasta la guía que absorta en sus pensamientos no vio
el pozo que aparecía en el camino y se dobló el pie emitiendo éste un sonido
seco. Una vez que las estrellas se alejaron tomó la tela que usaba para
sujetarse los cabellos y vendó en sentido inverso su dolorido pie, rengueando
hasta la grupa en la que encontró el cayado de su abuela reanudando así el
viaje. Nada nuevo parecía acontecer a excepción de que el declive desapareció
encontrando los verdes pastos que se veían de un tono oscuro, además de servir
de albergue de miles de gotas que no terminaban de escurrirse dado que siempre
había un reemplazo. Y entonces el verde desapareció dando paso a los granos de
la arena así como el coloso deformado por aquella cortina hídrica que no cedía
jamás. No se oía al mar tampoco, se preguntó si éste seguiría allí o se habría
marchado como todo el mundo al parecer. Sacó de su equipaje un viejo farol que
les dio algo de calor apretujándose la capa humedecida y recostándose sobre el
lomo de su compañera para recuperar algo de fuerzas. Entonces algo se movió
cerca de ellos, haciendo que la vieja loba se irguiera alerta escudriñando en
aquellas penumbras cuya única luz era el pequeño fanal y arremetió encontrando
la dentellada de la descendiente de Luperca. Un aullido de dolor se extendió
por la región a la vez que la alimaña volvía a la oscuridad que la había
resguardado antes de asomar sus intenciones al círculo iluminado y encontrar
los colmillos. Luego el silencio volvió, en medio del unísono a Feli le pareció
escuchar el llamado del océano, pensando en ello mientras se dormía.
La mañana llegó con un poco más de claridad, aunque
era difícil saber en qué momento del día se hallaban, comenzando con el ascenso
de aquel coloso que los pastores de granos formaron como barrera contra la
sudestada. Notó en la ladera de la cadena de médanos a los creadores
achaparrados extendiendo sus manos al cielo, como si fuera una plegaria
llamando a la lluvia cuyos mensajeros fallaron en el aviso. La cima los recibió
sin que el aire del mar estuviera presente, atrapado él también en aquella
trampa que la humedad desató sobre la Pampa cuya denominación de llanura era
redundante según uno de sus tíos. El descenso le trajo el recuerdo de un viaje
al sur de la Argentina sonando la arena seca como la nieve, cada vez que hundía
sus pies en la costra oscura que se había formado a lo largo y ancho del suelo.
Arreó a la enorme bestia que transportaba a su hermana en dirección a la
orilla, sabiendo que por más capa de niebla que encontrara a la larga se
toparía con la presencia que de niña le había resultado ominosa. Sentía ese
pavor que tienen los seres pequeños al encontrarse frente a una fuerza poderosa
y abrumadora, aunque luego de ver un atlas del cosmos concluyó que el océano
también era diminuto en la comparación con el éter. El sonido de un trueno
lejano la sacó de sus pensamientos, siempre es lo mismo pensó dado que la
lluvia se encontraba ausente, aunque enseguida sufrió una nueva contradicción
de parte de los elementos. Un grueso proyectil impactó sobre la arena quitando
la cobertura oscura para que la arena grisácea se liberara y rezara por un poco
de viento que le permita viajar conociendo otros lares. Feli contempló
extasiada aquel espectáculo que abría pequeños huecos en la barrera etérea y
por primera vez en mucho tiempo vio el manto oscuro allá arriba que se cubría
de a poco con venas incandescentes que rugían sin parar. Ya no eran meras gotas
sino una garúa que lanzaba su concierto obligándola a acurrucarse los tres
buscando un poco de calor. Sintió cerca de ellos un impacto contemplando entre
los resplandores los restos de un mástil cuya vela yacía rota, rauda se dirigió
hacia ella en medio de la tempestad que arreciaba habiendo quitado de un
plumazo a la sarrasón (así oyó llamarla a uno de sus tíos, que era un personaje
extraño). Jaló de los restos de la lona hasta que cedió llevándose el trofeo
con ella y cubriendo a los suyos en la oscuridad absoluta, con el miembro
inferior que le dolía aunque en el calor de la necesidad no sintió molestia
alguna. Y el corolario de dicha noche fue el último de los truenos que explotó
iluminando la noche a la que le ponía fin, para que la única desvelada viera el
enorme faro cuya luz yacía apagada ahí en medio de un puñado de rocas.
Tras la tormenta reinó el silencio en la Tierra en el
crepúsculo que precede al alba, la llegada del sol fue acompañada de la brisa
que el viento cansado lanzó como un último suspiro de cansancio y el cielo
reapareció azulando habiendo desterrado a las nubes finalmente. La lona quedó a
un lado así como el sueño de Coti cuyo estandarte del sol fue clavado en la
arena que se mostraba en todo su esplendor bajo la luz de la primera mañana,
lejos quedaba la noche eterna con la niebla y sus trampas. Las dos hermanas
miraron a la loba correr entre las olas espantando a las gaviotas, quedándose
sentadas hasta que la menor le indicó el mar y ambas fueron a comprobar si
estaba frío no, hábito adquirido en las playas de la Costa Atlántica. Volvieron
con los pies entumecidos ya que la primavera apenas empezaba y el recuerdo del
invierno prevalecía, no tomándose en serio que debía irse al inframundo dejando
a Perséfone vagando en paz por el mundo. En pago por la osadía el viento
renovado que soplaba desde el este les cubrió pies y manos con la arena, que
tras secarse cayó en un sitio distinto comenzando así con su periplo que la
puede llevar a alojarse incluso en los ojos. Vieron emerger a Apolo por el
este, quitándose la modorra del sueño en él que estaba sumido y luego partió
por el oeste dando lugar a que la Luna emergiera bañada en un tono carmesí
encendiéndose la luz del faro que reanudó con su tarea de guiar a los
extraviados de regreso a casa. El reflector de aquella estructura les dio de
lleno en el rostro, obligándolas a cerrar los ojos. Entonces Feli se despertó
ante el llamado de su madre:
—Chicas, es hora de levantarse.
Generalmente su hermana tardaba un poco más, pero en
este día la sorprendió con la mochila a cuestas lista para ir contando baldosas
hasta la escuela. El beso de despedida a mamá dio por iniciada la jornada,
pasando al lado del animal peludo que las siguió hasta la puerta y echándose a
la sombra de la vereda se quedó mirando hacia la esquina por donde se perdieron
las dos niñas. La plaza de enfrente guarda los pasos de aquellos que estuvieron
antes, como un testimonio de la niñez extraviado y bajo la vereda en la que el
can descansa el viejo Lobito duerme en la eternidad.

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