domingo

Cómo enfrenté al dragón

DE CÓMO ENFRENTÉ AL DRAGÓN Y NO ME FUE SEGÚN LO PLANEADO


Aparqué, si es que el término puede ser usado, a mi colosal montura sobre la vía llamada Santa Fe e imbuido en una enorme esperanza, aunque el estómago reflejaba un pavor ahogado, entré en esa mazmorra en busca de mi presa (ignorando que dicha condición estaba por cambiar). Algunas almas extraviadas me contemplaron azoradas, sus ojos enloquecidos por la luz repentina de la antorcha así como la brillantez del yelmo coronado de crines. El viaje se tornó interminable, hasta que por supuesto concluyó, perdiendo la noción de los escalones que eran unos doce, y me encontré en la guarida de la bestia (en su corazón más precisamente). El entrenamiento me indicó que no estaba ahí, nada más quedaba esperar contando las horas en la cadencia de una gotera hasta dar las tres mil seiscientas. La vibración bajo los pies, luego el soplido en el túnel, la luz más tarde, un aldeano que huía asustado y mi hacha de dos cabezas incrustada en uno de sus miles de ojos que se hizo añicos. Después silencio, paz, caí en las entrañas de la bestia conociendo la eternidad. El monólogo lemniscata terminó por aburrirme abriendo los ojos a la luz, las sombras quedaban atrás, descubriendo la prisión acolchonada de un blanco infumable.

 

—Al fin se despierta, ¿sabe quién es usted?

—¿Me pregunta por qué no lo sabe o nos conocemos y ya se olvidó?

—Lo primero.

—Ah, no me acuerdo.

—¿Y qué recuerda?

—Venía por la campiña con mi fiel corcel, que no tiene nombre por si pregunta, admirando el paisaje hasta que los rugidos de la bestia eclipsaron el canto de las sirenas llenando de pesar nuestros corazones.

—¿Nuestros, usted y quién más?

—Yo y el caballo, el burro por delante es su frase de cabecera.

—Veo que la sigue al pie de la letra.

—Sigo entonces. ¡Huían cual bellacos los osados viajeros, desperdigados igual que hormigas en un vendaval, hojas que se secan, migas arrojadas a los pájaros, mierda tirada al río sin contemplaciones por los pescadores, entrañas de un ritual…

—¡Basta!, he entendido la alegoría del miedo que lo afectaba a usted y a su montura.

—A la montura no, me dijo que ahí no entraba ni por joda señalando la caverna de la serpiente.

—¿Por eso fue usted solo?

—Claro, ¿quién más se atrevería?

—¿No llevaba escudero?

—Por favor, el único que lo utilizó se la pegó contra un molino y creía que era un gigante.

—¿Y usted piensa que ahí abajo hay un dragón?

—Sí, es la deducción más lógica.

—Claro, lógico.

—Prosigo, dado que está de acuerdo. Bajé a los avernos cual Hércules descendiendo en búsqueda de Cerbero, de paso rescaté a Teseo que se las tomó sin decir gracias repitiendo el mantra "Debo cambiar las velas, blancas por negras ¿o eran negras por blancas? ¿Yo qué sé?"

Vino después de un rato largo así que sin dudarlo le clavé el hacha en un ojo, pero el desgraciado me engulló y ahora aquí nos encontramos, ¿qué me cuenta extraño?

—En primer lugar usted no fue tragado por una bestia.

—¿No?

—Segundo, no es ningún caballero.

—¿Pero mi armadura, el yelmo, el penacho en honor a Leónidas, el hacha y la montura?

—No es una armadura lo que porta sino un disfraz de cotillón, como mucho un cosplay.

—¿Cotillón?, ¿acaso estoy en las Galias?   

—Bastante lejos de ahí aunque acá cerca están plaza Francia y la pizzería París.

—¿Paris, el troyano, sigue vivo ese hijo de…?

—No, claro que no y encima es un mito.

—Troyano, jefe, troyano.

—Tercero, su montura es una bicicleta y la encontraron sin ruedas en la entrada a la estación once.

—Bandidos seguro han sido, en cuanto me recupere iré al rescate.

—Cuarto, el dragón es el subterráneo.

—¿Sub qué?

—Quinto, su hacha es un inflador y rompió el vidrio cayendo de bruces sobre el piso de un vagón. Ahí lo encontraron.

—No entendí nada de lo que dijo, mi voluntad me hará prevalecer, mi señor está conmigo, primero será el dragón, luego quién sabe qué.

—Lo que es seguro que acá estará un tiempo en observación.

—¿Acá, qué es acá, qué significa observar?

—Esto es en neuropsiquiátrico Sigmundo Claudio y usted es nuestro paciente.

—Braulio, Raimundo Braulio, Caballero de gracia magistral.

—Veo que tiene título, soy el doctor Magno, Alessandro Magno.

—Claro, usted es Alejandro el Grande y no me cree la historia del dragón.

—No se preocupe, tendrá un amigo acá que dice ser Napoleón. Se llama Marcelo, le agradará.

 

Dicho lo cual se fue y me dejó solo.

 

 

Inspirado en el cuento “El dragón” de Ray Bradbury.

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