Los monstruos tienen piel, carne y huesos,
están a nuestro lado aparentando ser normales pero afilan sus garras en las
sombras esperando el crepúsculo para ya no tener que seguir escondidos. Salen
bajo la luna a quebrar las existencias de otros reduciéndolas a fragmentos de
lo que iba a ser una vida plena, la víctima sangra sin que se note porque el
zarpazo ha llegado a lo profundo del alma y no hay reparación posible.
Únicamente el tiempo mitigando el daño físico, pero la mente te golpea con el
recuerdo de la agresión agravada con la publicidad de la misma en torno de
sorna por parte de los que eran tus iguales aunque no dudaron en lastimar sin
remordimiento. Amparados por el silencio de los que te rodean, tal vez un
comentario en un muro que contiene las marcas de los hechos como arañazos
implorando que el tormento cese. Luego no hay nada, apenas el despojo de mi
humanidad expuesta como un nervio a las inclemencias de vivir en esas
condiciones. El fuego y los tormentos son sólo metáforas para asustar a los otros,
a los impíos no los afecta en nada cubiertos por la inacción de los que no se
ocupan cuando deben y salen de garantes de los profanadores. La muerte de la
sociedad cuyas reglas se aplican en extremo protegiendo al victimario, matando
el alma de la víctima a la que ya le robaron el cuerpo. Las marchas culminan
con los desechos, si hubiera sido al revés nos aniquilarían rápido para
demostrar que fue justicia pero la palabra es tan vacía como un texto de quien
no pasó por los círculos del averno. La instancia es apenas un manojo de
papeles en el que el perpetrador es el actor clamando una indemnización por las
injurias y el señalado aquel que lo ha perdido todo sintiendo el vacío
profundo. El peor de todos ellos, la pérdida del alma.
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