Nunca me he ido realmente y el café que me
acompaña lo sabe, hemos tenido esa conversación de nuevo en torno a la loza que
encierra al mediterráneo oscuro en el que el banco blanco se hunde dejando las
aguas dulces. La cuchara ha emitido un sonido argentino al ser golpeada contra
el borde dejando las gotas que de contrabando pretendía retener. Luego descansa
sobre el plato blanco, haciendo juego con la mañana fresca empieza a dormir
hasta que la despierta el grifo. Ambos irán a la siguiente batalla, la plateada
obrará de catapulta que envía los proyectiles de cristal a recorrer el océano
que sirve de teatro para la charla compartida por un rato y después de
plataforma de lanzamiento de los sueños que pueden volverse realidad. Aunque
sea uno sólo que logre cruzar la tormenta desatada, esquivando los peligros
ocultos por ausencia de faro alguno aunque los ojos sobre la superficie vigilen
sin descanso. A la larga se relaja dejando que la tibieza se vaya, el fondo
resulta cálido y luego la sensación de frío igual a salir de entre las olas.
Por eso la metáfora de loa agridulce que puede tener algo de salado también,
las mismas sensaciones que al recorrer estas calles antes de que las invadan los
apurados de siempre. Un par de billetes viejos cuidan la tabla sobre la que el
recipiente sigue vacío y entonces llega esa nave brillante en la que los náufragos
son trasladados a tierra firme. Más tarde tocará volver a hacerse a la mar, ahí
seguiremos con este tema.
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