El borrador fue un cuaderno lleno de sensaciones,
luego se volvió un diario de vida que arrancaba con un viaje a lo desconocido.
Al leer las crónicas nuevamente podía percibir ciertos sentimientos arraigados
entre esas líneas, son como versos que parecen dormidos pero con un poco de
motivación brillan incandescentemente. Ahí el óxido cae dejando ver que las
palabras son las llamas de esta civilización, más fuertes que cualquier defensa
armada y con la mejor potencia de fuego. La idea de cometer un error me aterra
hasta los huesos, equivocarme en una fecha o un nombre me suena a fracaso pero
peor es el hecho de que al otro no le genere nada la lectura de un texto.
Necesariamente uno se vuelve parte de esas letras que necesitan el agua de la
lectura, aparte del hecho de que alguien más con su imaginación recree la
historia contada. Así el significado de la narración cambia por completo,
siendo interpretada de diferentes formas y dando lugar a una obra nueva. El
autor de ese primer capítulo es ahora un desconocido, los personajes se
limitarían a ignorarlo mientras tratan de ver qué papel le ha sido asignado.
Hacen falta creadores, legiones de ellos que empapelen los espacios vacíos y
desalojen la pereza que ha reducido todo a fragmentos de sílabas. Es necesario
erradicar los horrores ortográficos y las incoherencias gramaticales, ello se
logra únicamente con trabajo, trabajando de forma incesante para poder pulir el
método. La otra parte de la receta, no menos importante, es la lectura de
cualquier fuente que implique acrecentar la riqueza del acervo lingüístico
hasta que uno se vuelve una máquina de derribar muros. Las excusas para no
hacer esto implicarán necesariamente una mutación aún más grande de los
vocablos, convirtiéndolos en sombras de un pasado que será expuesto como mejor
pero sin haber hecho absolutamente nada por evitar que el barco encalle. Así
que a escribir, todos esos márgenes que quedan vacíos al final del año deben
ser cubiertos, bastarán unas cuantas odas que se crucen como en un crucigrama
generando un mosaico literario. Ocupando los bordes de esas boletas que se
guardan indicando que hemos contribuido con el colector de impuestos aparte de
detener la hemorragia hídrica que se escondió todo el invierno en un
subterfugio equivalente a la napa alta. Escribiendo entre las briznas que el
sol ha secado, descubriendo al rastrillar que abajo hay un mundo lleno de vida
sobre el que debe brillar la luz al descubrir la creación de las letras.
Dejándole un mensaje al mar en la arena, lo que hará que se apure para llegar
hasta ese lugar de la playa dándole un abrazo y respondiéndonos con su canción
incesante durante las noches frías en las que su voz es la única que no se
detiene. Si el océano no se da prisa el viento con la ayuda del sol dejará el
mensaje cubierto, hasta que finalmente una sudestada le permita al azul poder
acceder a ese tesoro oculto en la arena. Hasta entonces la historia queda
sepultada esperando que el manuscrito sea leído por el curioso, quien se
volverá un cronista ávido del conocimiento que se encierra detrás de todas esas
metáforas. Bastará con repetir el ejercicio cada mañana hasta la siguiente vez
que veamos al bibliotecario o a nuestro guía ilustre en medio de esa pequeña
cosa llamada librería, la que hoy ofrece tres volúmenes gratis pero nadie
repara en ello. Los ojos se perderán en los mensajes que van cuadra abajo igual
que la dirección de esa calle, pero no hay que dejar a un lado las esperanzas.
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