Respiró el aire fresco de la
última mañana del verano, aunque la prolongación del partido le daría unos
cuantos momentos más como ese. Notó que los días se acortaban, ya el alba no
llegaba a eso de las cinco de la mañana aunque el gallo cantaba en la noche que
perduraba. Siempre se había preguntado si a aquel ser se le había roto el reloj
en ciertas ocasiones, dado que a veces se le ocurría cacarear luego del
almuerzo. Lo que no sabía es que el ave anunciaba el comienzo de las horas de
las siestas, en las que existe un pacto tácito en el que el mundo evita
realizar demasiado ruido y permite que los demás duerman un poco. Lo suficiente
para recuperarse de esas salidas apuradas del lecho durante la mayor parte del
año, salvo los sábados en los que es posible continuar un rato más y en el que
el único despertador resulta ser el vehículo del vecino saliendo a eso de las
nueve. O peor aún, el can asomándose alrededor de las ocho de la mañana para
anunciar que aún no la han dejado salir, sintiendo sus garras sobre los
mosaicos cuando está por asomarse a la puerta y el ejercicio matutino de
estiramientos que se desarrolla, hasta decidirse a cruzar la frontera que la
separa del cuarto en el que los druidas se dedican a dormir sin ningún
contratiempo. Excepto por la necesidad de la bestia negra que se arrima a un
costado del lecho, mirando con esos profundos ojos del color de la miel
reflejando al otoño no tan distante y un océano aún más profundo en el que las penas de
la calle, los golpes y el olvido se han hundido para siempre. Entonces la
puerta finalmente se abrirá para que ella salga moviendo las caderas,
respirando el aire fresco de esa mañana del fin de semana y disputándole las
migas del pan añejo a la bandada de pájaros marrones que huyen para lanzar un
nuevo ataque, así el juego se prolonga hasta que alguno recuerda que es hora de
levantarse. Pero sin prisas, no hay ningún apuro en nuestra mañana.
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