La mayoría de los días eran iguales, excepto el 3 de febrero. Estaba consciente de que su visitante llegaría como siempre. A la familia no parecía importarle esa locura, total nadie estaba pendiente del anciano.
Anciano, antes era joven y vigoroso, su voz atronaba para que los demás callaran. Pero ahora los años le habían quitado esas cualidades suplantándolas por la herrumbre del tiempo.
Así que esperaba en el porche, ese domingo por la mañana, a que llegara su viejo visitante.
Y éste apareció a eso de las 11:00. Se veía distinto, ya no era aquel niño que le arrojaba piedras. Ahora era un hombre, pero la misma persona, que al igual que él había soportado el paso del tiempo.
_ ¿Dónde está? inquirió su visitante. ¿Dónde dejaste a mi viejo?
Hubo una pausa que pareció un siglo.
_¡No seas tan cobarde de llevarte el secreto!
El anciano no respondió, por una de esas casualidades su nieta más pequeña estaba ahí. El hombre la vio, dio media vuelta y se marchó.
_ ¿Quién era ese hombre? preguntó la niña.
_ No me acuerdo, nunca me acuerdo cómo se llama respondió su abuelo.
Pero algo extrañamente familiar había salido a la luz, le recordaba a alguien de otra época. Aunque también a él lo había olvidado, al rato todo era una anécdota más. Una que pronto olvidaría.
Sin embargo los pueblos guardan celosos la memoria de aquellos que nos han sido arrebatados.
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