Mañanitas

El salón quedó sumido en un silencio que se echó a dormir de lo tranquilo que estaba todo, el último visitante se marchaba cubriéndose con el abrigo negro ante las inclemencias del invierno que amenazaba con quedarse. Tras habernos separado me dirigí con el sol de frente siendo acompañado por la paz que logró escaparse del encierro de aquel recinto ahora a oscuras, hasta toparme con la calle tan bien conocida y el número en su fachada. La puerta desgastada emitió un sonido de hierro que despierta al nuevo día quitándose la pesadez de los años que lo mantuvieron en la sombra, ascendiendo por la escalera hasta toparme en la curva con una puerta vieja y gastada. Estaba entornada así que pasé sin más, encontrando al morador sentado detrás del centro de mesa en él que jinete y caballo se funden en el metal.

—¿Quién te ha visto y quién te ve?

Me tendió el mate, amargo como los atardeceres de los domingos sabiendo que el lunes la rutina nos sacará del lecho y de una patada nos mandará de vuelta al casillero asignado.

—¿Cuándo llegará aquel otro?

El sorbo largo fue el preludio a la respuesta antes de que la madera del mate golpee la mesa y el sonido rebote entre las paredes, antes de perderse por detrás de las cortinas naranjas.

—Tiene mucho que hacer todavía y yo también.

Dejó a su compañero depositado sobre la tabla cuyas arrugas se hacían cada jornada más visibles y se fue escaleras abajo.

—La veleta está despintada y la herrumbre va a aparecer pronto, me voy a pintarla antes de que caiga aquel otro.

Lo vi perderse en la oscuridad para salir a la luz del día saludando a un viejo vecino, la radio comenzó a emitir las Mañanitas camperas.   

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