El padre Gervasio observó en las penumbras de la habitación al último rayo del sol que por fin se las tomaba, dado que bastante caliente había estado aquel día no pudiendo asomarse ni siquiera una vez al patio a ver el estado del jardín ya que al entornar la puerta el condenado astro enfocaba el reflector, sobre su cara por lo que esta se encontraba de un tono carmesí. Y el resto del cuerpo blanco, de idéntico tono a los turistas de la segunda quincena de febrero que venían a aprovechar la resaca del verano a alguna de las locaciones de la costa atlántica. A Trigales lo pasaban de largo aunque siempre algún extraviado caía preguntando por la playa más cercana y las respuestas diversas que recibía, entre ellas de por qué no se alistaba en la marina para irse a avistar nuevas tierras, hacían que confundidos se apostaran ahí cerca en alguna fonda o pulpería devenida en alojamiento que nunca faltaba. Así fue muy conocido el caso de un habitante de la ciudad que en la locura de llegar al mar, confundió cualquier espejo de agua con aquella obra magistral de la naturaleza (aunque su acceso se le antojaba demasiado salado al sacerdote) y recitó frente a una docena de vacas, ocho ovejas y varios teros una frase que resuena todavía en el tiempo: ¡Thalassa, thalassa! Enseguida llegó la furgoneta de sanidad y procedió a llevarse a aquel sujeto al nosocomio más cercano, aunque se quedó mirando por la ventanilla la costa que se le alejaba cada vez más. Los rumores dicen que el individuo en cuestión se encuentra maquinando planes en el Neuropsiquiátrico Muñoz bajo la atenta mirada de un médico conocido como Alejandro el Grande, que suele dejarlo todo para irse a beber un café en la esquina siendo abordado por un sujeto sumamente molesto y cargoso. En fin, el cura se encontraba resignado en aquella habitación en la que el único ventilador movía el aire caliente tornando en un sauna la pieza pero bien sabía él de las pruebas impuestas así que soportaba estoico. La toga le recubría la cintura mientras sentía al mundo derretirse a partir de su cuello, imaginando que algún desgraciado al otro lado de la pared se encontraba subiéndole la temperatura a este baño del cual se negaba a salir. Y entonces una sombra se proyectó sobre el ceño fruncido, ahogándole el grito ante la bocanada de aquel vaho que se le atascó en la garganta.
—Mario,
¿qué carajo hacés acá?
—¿Cómo
qué hago?, si nunca me fui y blandió ante la cara estupefacta de su
interlocutor un vaso a medio llenar con los hielos desapareciendo en tiempo
récord.
—Ya
veo, hace dos días me contaste el cuento del tío y te tomaste el borgoña, el
malbec y hasta el agua que le pongo al perro. De cómo combatir a las hormigas
nada, ni señales del método que conocés como si fuera un tabú.
—Disfruto
mucho de nuestras charlas, en especial si vienen acompañadas de una buena
bebida.
—Ya
veo, ¿cómo entraste a esta habitación si tengo yo la única llave?
—Ah,
nunca me fui.
—¿Y
el juzgado?, ¿y tus obligaciones?
—Pueden
esperar, aparte el único que viene todos los días es el abogado German Malamorte.
—Ah,
la esposa viene seguido a confesarse por él y por ella. Además de todos los
clientes que tiene.
—¿Y
qué cuenta la contadora?
—Secreto
de confesión.
—Pero
che, yo te informo sobre los pormenores de los expedientes que manejo y vos no
largás prenda.
—Sos
abogado en el fondo, ¿recordás?
Alighieri
miró el vaso ya vacío y agachándose sacó de debajo del banco una conservadora
repleta de hielo.
—¿Te
sentís cómo en tu casa?
—Sí,
además el hielo me ayuda a pensar.
—
Las copas dirás.
—También.
Ambos
hombres se quedan en silencio, sus rostros se desdibujan en aquella niebla que no
cede aunque afuera hace menos calor que ahí adentro y tal es así que los santos
en la cocina se trasladan a la plaza que yace vacía. Salvo por el Tero que ha
estado buscando información en su banco de datos favoritos: él de la siesta.
Adentro
el juez de paz y de guerra se dispone a soltarle a su amigo el método
mesopotámico para combatir a las hormigas.
—Allá
a lo lejos, muy atrás en el tiempo y tornando al polvo del desierto en granito
que regresa a las rocas yace Babilonia y allí el más sabio de los reyes que
alguna vez haya pisado reino alguno (de lo contrario no sería rey, se lo
llamaría príncipe, jefe de gobierno, Kaiser, César, Julio César, Julio
Iglesias…).
—Ya
te entendí Marito, seguí con el relato mejor.
—Seguro
Gervasio, decía que era Babilonia y ahí estaba el bueno de Hammurabi con su
códice siendo tallado en la roca. No cualquier roca sino una que el
especialmente designó a dichos fines, la que debió ser reemplazada en más de
una ocasión dado que los andamios de la época se vinieron en banda y aplastaron
a más de uno. Al final optaron por esculpir aquellas leyes con la lápida aún
encima de los que no habían hecho a tiempo de salir rajando y por supuesto
fueron rajados de esta vida.
—Un
poco de consideración por esas almas, está bien que seas un desalmado, abogado
y juez (no necesariamente en ese orden) pero no es para andar por ahí pisando
la memoria de… ¿cómo dijiste se llamaban?
—Babilonia,
Ger, Babilonia.
—Ah,
sí, Babilonia.
—Pues
bien, estaba Hammurabi contemplando su obra y enviando a sus escribas a tomar
notas para repartir aquellas reglas a lo largo del reino. Estos partieron como
heraldos del gran rey a los rincones más recónditos de la Mesopotamia y que te
cuento que se encontraron con un entrerriano de pura casualidad.
—Ajá,
¿ya empezaste a delirar? ¿Te cayó mal el Tempranillo que te bebiste a las 9:35
mientras yo estaba persiguiendo a un convoy de caracoles a paso firme?
—No,
por favor. No es ningún delirio dijo Alighieri sorbiendo como aquel que tiene
todo el tiempo y la paciencia del mundo en dicho instante. O sea es un borracho
perdido. Lo cierto es que un buen amigo mío, que se dedica a la crianza de
cabezas de ganado y a actividades similares, se topó una vuelta en sus viajes
por Europa con una tablilla de terracota de pura casualidad.
—Sí,
¿se la entregó el mismo Hammurabi?
—No,
por favor. Resulta que a él le gusta el trabajo tanto como a mí y así iba de
ciudad en ciudad…
—De
bar en bar dirás.
—Lo
que es lo mismo, conociendo las costumbres del viejo continente y en una de sus
tantas partidas de naipes un turco le apostó la misma.
—Ajá,
lo que se dice una coincidencia.
—No
sé si la ciudad se llamaba así, lo cierto es que aquel extraño sujeto perdió la
apuesta y el patrimonio de mi amigo de aquella noche se incrementó a una
tablilla.
—O
sea que perdió todo lo que apostó antes.
—Exacto,
el riesgo merece la pena en contadas ocasiones. Como esta en la que te cuento
una historia extraordinaria, disfrutás de mi compañía y yo de este buen vino.
Por una cuestión de prioridades me puse al final de la lista.
—Sí,
lo noto.
—Pues
bien, Luis Alberto se percató de aquella reliquia al volver a la Argentina y
ahí empieza el tema.
—¿Quién?
—Mi
amigo, se llama Luis Alberto pero le decimos Negrito.
—Claro.
—No,
es al contrario.
—¿Y,
habló con Hammurabi en persona?
—No,
por supuesto que no. Ya estaba en peregrinación a verlo a Marduk cuando esto
ocurrió. Lo cierto es que Luis Alberto leyó aquel documento que era un mensaje
de un tiempo distinto, de una cultura lejana y traído al corazón de América por
un manotazo del destino que juega a las cartas con las vidas de los demás.
—Qué
poeta che.
—Por
supuesto, de tantos casos uno aprende algo. Sigo con la historia, Luisito
detectó enseguida que el mensaje era importante y se fue a ver a un experto al
otro lado del charco.
—¿Volvió
a Constantinopla?
—No
conozco dicha ciudad, ¿me la recomendás?
—Sólo
se puede llegar montando en un proyectil turco.
—Sí,
la historia que me contás la debe haber escrito el Barón Münchhausen.
—No
lo conozco, ¿jugó con el Kaiser?
—No,
con Julio César.
—Ah,
por eso no me sonaba.
—Pero
seguí che, cruzó el charco y…
—Fue
a Uruguay a ver a otro amigo que se especializaba en escritura antigua.
Raimundo Caseres y Tempestades.
—¿Le
dio el pronóstico del tiempo al menos?
—No,
mucho mejor.
—¿Le
tiró la suerte leyendo las líneas de las manos?
—No.
—¿Le
dijo cuándo se acaba el mundo?
—No,
le expresó que no entendía un joraca qué decía en las tablillas y que seguro
era una imitación comprada en un bazar de poca monta. O un rallador antiguo.
—Yo
pensé lo mismo, también podía ser el teléfono de algún extraterrestre o del
mismo Marduk. A lo mejor lo atendió su secretario, viste que las divinidades
suelen estar ocupadas.
—Qué
poca fe che. Luis Alberto no se iba a volver de la Banda Oriental sin
respuestas y así es como terminó en Canelones.
—Buen
provecho.
—Igualmente
soltó Mario, probando la pasta que preparó el sacerdote. Allá en las tierras de
Canelones contactó al erudito local, Javier Omar Valenciano al que encontró
casando mariposas y simulando la red necesaria.
—Tengo
un buen amigo que es especialista en casos de locura, se llama Alejandro y lo
apodan “El Magno”.
—Así
que aquel sabio charrúa estudió el pedazo de roca dándolo vuelta entre los
dedos regordetes y finalmente soltó una respuesta.
—¿Cuarto
acolchado para dos?
—“Es
un receta para espantar hormigas dadas las recientes invasiones sufridas por las
crecidas del Tigris y del Éufrates. Es necesario pescar cuatro peces y enterrar
sus cabezas en los puntos cardinales del reino”.
—Fantástico,
¿ya hicieron la telenovela?
—Basta
Gervasio, tu falta de fe no concuerda con tu profesión.
—No
es una profesión, es un hábito y tan viejo como el mundo.
—Fueron
los romanos.
—Pensé
que dijiste Babilonia.
—No,
los romanos dieron lugar a las dos profesiones que nos unen: vos cura y yo
cuervo.
—Estos
romanos, no tenían nada que hacer. Miralo a San Expedito, vestido de soldado.
—En
fin, la famosa tablilla contenía las instrucciones para espantar a las hormigas
y ese es mi consejo para vos.
—¿Cuál?
Hace días que espero uno y obtengo más respuestas de las plagas que afectan a
mi jardín que de vos.
—A
veces sos pesimista Gervasio.
—Sí
y en otras tantas ocasiones prestamista dado que te presto el vino, la litera
para dormirte una siesta, los canelones, el whisky, etc., etc., etc.
—¿Tenés
más vino che?