Nunca
me fui, una parte se quedó en este sitio esperando el regreso. Incontables son
las ocasiones en las que he tenido que pasarle cerca a la enorme torre
ignorando por completo que el acceso, el conjuro para regresar a estos muros
estuvo siempre en mis manos.
La
inscripción en un cajón viejo de una parte lejana de este edificio incitando al
retorno de aquellos que se han ido habiendo dejado tal vez la parte más
importante de su existencia, del mejor momento de la vida de una persona cuando
es un verano interminable previo a ese otoño en el que las responsabilidades lo
terminan machacando.
Los
rostros cambiaron, la fisonomía se alteró, sin embargo por fuera sigue siendo
la misma cara de piedra y dentro está el corazón cálido, el centro de esa
mazmorra que recordamos. Las noches con únicamente el sonido de los motores de
fondo, la vieja sala de videojuegos devenida en gimnasio, los ascensores que
van y vienen, pero en particular el chasquido que emite ese único montacargas
que ya no lleva a nadie.
Sin
embargo, el día anterior al subir cada uno de esos escalones sin oposición
manifiesta se sintió alagado por la visita aunque fue momentánea y el visitante
ni siquiera se detuvo a tomarse una de esas verdes infusiones sobre los
peldaños. Pero lo reconoció, era suficiente con ello, de la misma forma que el
hombre detrás de la barra preguntando si se acordaba su nombre.
Éste
es un hasta pronto, no me iré en medio de la noche como la vez anterior sino en
plena luz del día. Las calles podrán haber cambiado, los locales alrededor,
pero la torre ilimitada sigue ahí esperando, emitiendo ese sonido que
únicamente los náufragos que hemos vivido en ella entendemos.
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