4J.
El sol ya se fue,
vino la noche oscura
o eso pareció.
Hasta que la luna comenzó
a surgir desde el mar,
roja ella
como si la mano de Baco
la rociara con una copa
de vino, derramándose
éste por su superficie
hacia el océano infinito.
Marcaba al sudoeste
en donde uno de los Jinetes
mora, pero nacía en el sudeste.
Justo ahí,
en ese lugar llamado Necochea
nos hemos de encontrar.
Arte.
El arte refleja a la persona, esa parte escondida llamada alma. Pero si lo prefieres, puedes darle otro nombre.
Total estamos para eso, para sacar una imagen de tres colores distintos que se mezclan dándole vida a un lienzo perdido.
Tres pinceladas, cuatro palabras que solas no dicen nada pero que en conjunto dejan la marca de los dos Gustavo.
Eso y el ojo del observador, que parece andar vagabundeando por la calle desierta acompañado de un perro lleno de canas.
Pero sólo está cazando historias, así que cuídate la espalda si no quieres notar como te has vuelto la tinta de otra obra maestra.
No hay nada como el arte, incluso en una pirueta de ese individuo que juega del otro lado del océano o en la palomita de un puma, existe esa expresión.
Desde un malbec hasta la entrada en un blog o incluso en esa extraña cosa de ciento cuarenta caracteres, hay arte.
Salud.
L.P.
Se va, a buscar otros mundos
dejando un vacío en éste,
retazos de una despedida
la ausencia empieza antes de tiempo.
Las risas quedan como las fotos
congeladas en el tiempo,
la memoria puede que las conserve
hasta el día en el que golpees a la puerta.
Entonces todo estará bien de nuevo
el rompecabezas completo,
en tanto veré las horas pasar
ocupado en otra cosa.
La lluvia.
Todas las palabras del mundo no me alcanzaron
el día en el que me hiciste la pregunta más sencilla de mi vida:
¿cómo suena la lluvia?.
Se siente como si todo estuviera en paz
cuando comienza a caer,
una tras otra traen la tempestad
cayendo gruesas gotas frías sobre los campos.
Un golpe seco,
el relámpago nos hace sentir indefensos,
el martilleo sobre el tejado
continua incesante.
El ejército no se detiene ante nada,
todo se vuelve más vivo cuando llueve,
las heridas de nuestros pasos
se cierran, mientras el viento frío
se hace sentir una vez más.
Ahora viene cálida
como los besos que me das,
mientras el mundo se ve cubierto
por la lluvia primaveral.
La niebla.
Apenas podía ver a unos metros, tal era la niebla que cubría la ruta por donde desandaba el camino a casa ese jueves por la noche.
Las farmacias estaban cerradas, las de turno misteriosamente se unían y él estaba con una gripe, acompañada de una receta que se había humedecido de tanto bajarse a ver en vano.
Antes de su casa recordaba que había una farmacia, así que decidió dar una vuelta a la vieja plaza que tantas veces cruzará de más joven, en las frías mañanas de invierno para poder tomar el colectivo rumbo al trabajo.
Al menos ahora tenía movilidad propia, si bien vivía solo, pero eso no le importaba. Un lecho caliente y a dormir todo el fin de semana para curar éste resfriado; tal vez cuando se recuperara podría beber ese vino que evocaba a las moras.
La farmacia estaba ahí, pero también se hallaba cerrada y no indicaba ninguna dirección de guardia, así que volvió a subir al vehículo para seguir su marcha resignado.
Tomó la diagonal, la que ya sentía el paso de los camiones y seguía mal iluminada, aunque con la condición climática de esa noche era lo mismo que nada; al llegar a una intersección vio salir de la nada a la mujer con el cochecito pero no pudo frenar a tiempo.
Le dio de lleno al carrito mientras trataba de detener el vehículo, pero éste resbalo en la calzada húmeda y siguió su marcha; a la mujer se la tragó la niebla, él no supo lo que pasó hasta que se encontró frente al portón de su casa.
Había tirado a la basura todo lo que pensó que lo definía, la niebla se lo había engullido como a la vida de la criatura que esa noche el segó y sin embargo lo único que quería era dormir en el lecho caliente.
Curiosamente, como si una mano invisible interviniera, no tuvo pesadillas y el mundo se quedó en silencio, mientras él dormía todo el sábado y despertaba en la madrugada del domingo para descubrir en las noticias del viejo canal dos de la costa que la policía había detenido a una pareja que se dedicaba a fingir la muerte de su hijo en un accidente vial y robarle a los inocentes conductores.
Al parecer la mujer se resbaló en uno de sus atracos y su pareja comenzó a discutir con ella en medio de la calle, siendo apresados por la policía junto con un cochecito destruido.
La tormenta.
Él aguardaba entre penumbras a que ella regresara, la oscuridad de la noche tenía tonos grises producto del tabaco que recubría la atmosfera.
Sentía las horas pasar lentamente, marcadas por el sonar de las gotas golpeando el fondo de metal de la pileta de la cocina.
La tormenta afuera se anunciaba en todo su esplendor cuando al final la puerta de la calle se abrió y la mujer comenzó a subir las escaleras que la llevaban hacia el cuarto donde moraba.
Al ingresar a la habitación no se sobresaltó como si supiera de antemano que se encontrarían,
se limitó a extender la mano hacia adelante en lo que parecía un saludo y entonces el arma resonó sentenciante, arrancándole la vida a su paciente visitante.
Tenía todo preparado para ese momento, arrastró el peso muerto escaleras abajo envuelto en la alfombra deshilachada y al terminar la fragmentación encendió pasiblemente un cigarrillo, sonriendo en lo que fue una mueca.
Entonces tras cargar las grandes bolsas en el baúl del vehículo se dirigió hacia las afueras del pueblo, dejándole la macabra carga, a su amante y cómplice, en medio de una casa apartada de la ruta que transitó una vez que se deshizo de él.
Llegó a mitad de la madrugada a su hogar subiendo una vez más las escaleras para poder zambullirse en medio de las sábanas, deseosa de descansar del pesado día que había terminado.
Algo se movió en las sombras cuando entró y dio un grito al verlo avanzar hacia ella con la mirada enloquecida, mientras él la tomaba por el cuello quitándole el aire.
Sintió que la vida se le iba mientras él le sonreía devolviendo la estocada en ese paso a la eternidad, paro luego dejar que el cuerpo rodara hacia la planta baja y se sentara a encender un cigarrillo en el viejo sofá en donde, cuando eran pequeños, pasaba las horas velando por la que ya no estaba.
Entonces, él aguardaba entre penumbras a que ella regresara una vez más, en esta escena repetida y gastada llamada vacío.
Los ríos se secaron.
Los ríos se secaron
el joven mar seguía allí,
otras formas cubrían el paisaje
nuevas aguas lo cortaban.
Se vio en el espejo
de una de las tantas lagunas
y maldijo su inmortalidad,
que se había llevado
a todo ser amado
dejándole sólo
recuerdos borrosos
como esas rocas
que cada oleada alisaba.
Maldita modernidad.
Es miércoles, espero en el taller de reparación de dentaduras (léase consultorio odontológico) a que revisen la tomografía que traigo desde la mañana.
A mi alrededor hay cuatro personas, una de ellas es el padre de la niña que desde hace una media hora grita como si le estuvieran quitando la quijada completa.
Cada tanto la doctora detiene su labor para pedirle que se calme, el padre mira el piso y cuenta las baldosas.
La señora a mi derecha consulta su celular, la de la izquierda hace lo propio, la que acaba de entrar repite la misma acción. Debe ser una forma de contagio propia de esta época.
Ahora el hombre se les ha unido, fuera de las obligadas buenas tardes no emiten ninguna otra palabra. No hay dialogo, sólo los dedos jugando sobre la pantalla táctil o el teclado, condición sin la cual no acepto usar uno de esos aparatos.
El padre se lleva a la niña, a la mujer a mi derecha le aplican anestesia y pronto me veo en la calle tras hablar con la odontóloga.
Una pareja discute sobre la cena de esa noche, hace frío y lo único que quiero es volver a casa. No somos más que extraños en esa vereda desierta. Una película de Chaplin tendría más diálogo.
Maldita modernidad.
Marioneta Maestra.
Se desperezó quitándose las cenizas que lo recubrían, la cabeza le dolía pero aun así tenía que poner a trabajar a sus marionetas.
Jaló las cuerdas de las vidas que controlaba, las hizo bailar al compás de su música, cuestión de sacar provecho de la situación que se le presentaba.
Escuchó una risita que le pareció conocida pero enseguida lo olvidó, sólo había tiempo para conseguir que las marionetas lo beneficiaran.
La noche llegó, no sentía el frío aunque sabía que la luna nueva anunciaba una terrible helada para los habitantes del mundo que el regía desde sus hilos.
Entonces la risita se tornó una carcajada, sólo servía a un poder más grande, aquella a la que los libres llamaban emperatriz.
Ella tiró de la cuerda que gobernaba a su marioneta maestra y esta sintió como su mundo se volvía un dolor insoportable.
Al final se desvaneció mientras ella apagaba su cigarrillo en la cabeza de su esclavo, al otro día tendría una jaqueca pero volvería a darle beneficios explotando a los que él creía sirvientes.
Dejó caer la colilla aún encendida y mientras se alejaba no notó que uno de esos prisioneros veía sus ataduras cortadas sintiéndose libre como nunca.
Un grito de batalla resonó en su alma mientras se alejaba de aquel lugar rumbo a la libertad.
Piscina.
Sus pasos retumbaron a través del salón
del desolado hotel, mientras descendía
por la vieja escalera.
Todo estaba a oscuras y desde afuera
la gris mañana no mejoraba las cosas,
con la escasa luz que se filtraba por
las hendijas de las viejas ventanas
de madera, consumidas por el tiempo.
Su agitado respirar parecía darle al lugar
la apariencia de la guarida de una bestia
que reptaba hacia la superficie.
Entonces se detuvo en seco,
cuando notó que algo más se alzaba
cerca de ella camuflado en las sombras.
Se movieron rápido, apresándola,
cayendo su bastón y retumbando en el piso
mientras los captores la arrastraban
hacia el fondo del establecimiento.
La luz le lastimó los ojos cuando salieron
al exterior contemplando el manto gris,
una gota helada del invierno le dio en el rostro.
Sintió que las manos que la sujetaban se aflojaban,
siendo arrojada por los aires hacia el mar
negro que ahora cubría la vieja piscina.
Las negras algas la recibieron como tentáculos
de un kraken sumergiendo a su víctima,
mientras su vida se iba en cada desesperado intento
por conseguir aire.
Entonces vio una pequeña luz.
Pluma.
Esta noche en la habitación de la torre, el sacerdote tenía una visita inusual.
Lo habían encontrado en la costa y desde entonces ayudaba en las tareas de aquel templo emplazado en la pequeña isla.
Sabía que debía determinar quién era y de dónde venía el extraño náufrago.
Meses sin emitir una palabra desde que lo encontraron, nada que el vino añejado de su bodega no pudiera sacar.
Sin embargo llevaban horas jugando ajedrez y bebiendo sin alteración alguna.
Un relámpago ilumino la escena y por un instante se vislumbró el mar, que como un testigo
mudo siempre estaba ahí.
El extraño musitó su nombre, aunque el estallido de la tormenta lo eclipsó por completo.
Hablaba pausado, el sacerdote apenas entendía, sus dedos movían las piezas, su mano izquierda le suministraba más y más vino.
Mencionó una torre desde donde podía ver el mar, muros blancos con un enorme ojo de buey y el sol resplandeciendo abajo sobre el espejo.
Vio naves llegar y partir, voces de niños que poblaban el aire, a los cuervos venir tras las ejecuciones.
Su relato se detuvo, pareció descansar, pero luego con un movimiento derramo la tinta que el sacerdote tenía sobre la mesa.
Un movimiento más y el rey del sacerdote estaba en jaque, tomó la pluma con la que éste escribía y acercándola a la vela dijo:
_ El sol derrite la cera, padre.
Réquiem.
Todo es silencio y es paz ahora,
aunque las lágrimas que vertemos
hielen, duelan, tanto como
el invierno que ha venido sin otoño
de por medio para erradicar éste
verano de tu partida.
Las imágenes, risas y momentos compartidos
duelen como un estilete en el alma,
¿el tiempo cura o es la mano invisible que
mitiga el dolor?, mientras alguien
nos recuerdan que los que se han ido
están en cada paso que damos.