En ese día no
quedarán más que las paredes
llenas de
cicatrices que no son intentos de
alguien de
arruinar la pintura nueva en la
que no
invirtieron, sino la muestra de que
todo a la larga
cae en la decadencia por
culpa de
aquellos que se han dedicado
a guardar
pedazos de metal en cofres
herrumbrados al
que únicamente
las cucarachas
se atreven a frecuentar.
Debajo de la
pila de libros anaranjados
quedan los
dibujos mojados, con colores
que se han
fundido en un abrazo
y al pie de la
obra el nombre de ese
último
prisionero que ahora ha conseguido
vagar por el
mundo como un recluso más
al que le
machacaron las limitaciones
con eufemismos
de felicidad y armonía.
Cree uno que
anda a sus anchas
pero si mira con
atención descubrirá
al insecto en la
baldosa recién lustrada,
aplastándolo con
toda la fuerza
que tenga a su
alcance dando
luego la alarma
para que otros en situaciones
parecidas se
dediquen a contener la invasión.
A esto lo sucede
el silencio,
la rayuela que
se borra en el patio de
comienzos de
marzo, los fantasmas desalojados
de los
tragaluces y la pesadez de tener
que volver a
cargar con todas esas mochilas
que se repite en
incontables
ocasiones sin
reacción alguna.
Salvo por el
hecho de que me he dado
cuenta de lo
insano de ello,
empezando con
las etiquetas
a los fines de
dar con el diagnóstico
de esa
enfermedad que implica
ser diferente y
no agachar la cabeza.