En la vida se dedicó a acumular
una fortuna pero su pasatiempo era cortar la hierba hasta el ras. Luego venían
los excesos en los que saqueaba las bodegas vecinas, llegando incluso a que
bebiera el pasto que volvía a nacer. La soledad no lo abrumaba, todo era un día
de celebración excepto cuando podaba su patio. Al final llegó la hora de pagar
la cuenta y dadas ciertas deudas terminó en el infierno. Su condena consistía
en mantener sin malezas los rojos campos del averno, aunque se hartó rápido de
esta tarea imposible y forjó una guadaña que daba cuenta del fuego en un
instante. Pronto sólo quedarían paisajes humeantes, así que al regente de ese lugar
se le ocurrió enviarlo en tren rumbo al cielo. La cuenta estaba saldada leyó Pedro,
por lo que ingresó a esos verdes prados en los que pronto tuvo trabajo.
Cuaderno 2, 4.